España

Álvaro Pombo y el destino del cisne de Huxley

La oscuridad de su escritura se acabó con la que quizá sea su obra más importante: “El metro de platino iridiado”

Álvaro Pombo y García de los Ríos nació en la ciudad de Santander, que entonces pertenecía a la provincia de Santander y no a Cantabria, el 23 de junio de 1939, recién terminada la guerra civil. Su familia no es que fuese acomodada: es que pertenecía a la aristocracia norteña. Su padre fue Cayo Pombo e Ybarra, vinculado a los empresarios y banqueros vascos del mismo apellido; su madre era Pilar García de los Ríos y Caller. En su genealogía hay nobles, guerreros, beatos, traidores, amantes de reyes y todo lo que uno pueda imaginar.

La educación del joven Álvaro fue un problema. Aquel niño flaco, cabezón, propietario de una llamativa nariz, extraordinariamente inteligente y desde luego muy sensible, no parecía tener una particular afición por la lectura. Pasaba el tiempo leyendo “chistes”, como se decía en su tiempo, que eran tebeos (luego cómics) de la época, como Roberto Alcázar y Pedrín o El guerrero del antifaz. Pero pronto descubrió a Julio Verne, a Stevenson, a Salgari, y eso lo cambió todo. El niño Álvaro (no Alvarín o Alvarito; no le gustan sus propios diminutivos) explica que, en su infancia, había dos posibilidades: o leías o jugabas al fútbol, y a él lo del fútbol no se le daba nada bien. Así que se convirtió en un lector voraz y empezó a escribir como una ametralladora. Lo que se le ocurría: artículos, poemas, cuentos, lo que fuese apareciendo por su cabeza.

Eso se convirtió en un problema porque Álvaro no hacía otra cosa. Lo matricularon en los Escolapios de Santander. El niño no estudiaba. Nada. No le interesaba aquello, pero escribía media docena de brillantes artículos para la revista del centro, que se llamaba Colegio. Le suspendían con denuedo (cinco asignaturas en un solo curso) y le obligaron a repetir curso, aunque a él le daba igual. Pero a su familia no. No se podía consentir que un Pombo estuviese en el pelotón de los torpes. Así que decidieron trasplantar al adolescente Álvaro a Castilla, al colegio de San José de Valladolid. Allí serían los jesuitas los encargados de meter al chico en vereda.

Lo consiguieron, desde luego. Álvaro se dio cuenta muy pronto de que los chicos le gustaban mucho más que las chicas; estas solo le interesaban como elemento literario, pero eran tiempos en que eso podía meterte en serios problemas porque, en los años 50/60, la homosexualidad no es que fuese pecado en España; es que era delito, como hoy sucede aún en algunos países, por ejemplo los de confesión musulmana. Álvaro estudió Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid, ciudad en que su sexualidad no estaba tan aherrojada como en la adusta Castilla, y después se fue a Londres, donde obtuvo el Bachelor of Arts en Filosofía por el Birkbeck College. Allí vivió desde 1966 a 1977. En aquellos once años, que incluyen la muerte de Franco y el principio de la Transición, Pombo hizo de todo, no solo estudiar. Trabajó en lo que le salía. Entre otras cosas, de telefonista en las oficinas del Banco Urquijo de la capital británica. Décadas después, dice Pombo que gracias a aquello es hoy tan bueno hablando por teléfono…

También en Londres empezó a escribir “en serio”. Su primer libro de poemas, “Protocolos”, se escribió allí y se publicó en 1973. Acababa de volver a España (1977) cuando le dieron el premio El Bardo por el segundo poemario, “Variaciones”. Su poesía era pesimista tirando a negra, como corresponde a un alma sensible que no habita en la felicidad, o al menos en el éxtasis, que es la forma que suele adoptar la felicidad cuando se es joven. Pombo llamó muy pronto la atención del mundillo literario madrileño. Reconocía abiertamente su condición de homosexual y ya gastaba la famosa barba sin bigote que le ha caracterizado siempre; algo que, unido a su poco pelo en la cabeza, le daba un inconfundible aspecto de marinero noruego. O irlandés.

La oscuridad de su escritura se acabó con la que quizá sea su obra más importante: “El metro de platino iridiado”, novela de 1990 en la que somete a sus personajes a un juego de equívocos y edades distintas que encandila al lector. Ahí aparece algo que ya casi nunca faltará en la prosa de Pombo: la idea del Bien como objeto esencial de la existencia humana, y desde luego el sentido del humor. Con ese libro ganó el Premio de la Crítica, aunque antes ya se había llevado (por dos veces) el premio Herralde por “El héroe de las mansardas de Mansard” (1983) y “El hijo adoptivo” (1984). Prácticamente toda su obra puede encontrarse en la editorial Egales, especializada en autores homosexuales, aunque casi todas sus novelas las publicó con Anagrama. Con esta editorial le pasa a Pombo lo mismo que con el amor: que no lo entiende si no es con fidelidad, y así se ha declarado fiel a sus editores.

Una cosa es proceder de la aristocracia provincial santanderina y otra distinta es ser rico. Una cosa es tener sentido del humor y otra diferente ser acomodaticio, complaciente o políticamente correcto. Pombo, inteligentísimo, cultísimo, enormemente vanidoso, se presentaba a los premios literarios por la gloria, desde luego, pero también por el dinero. Y, aristócrata como era, le divertía enormemente épater le bourgeois, que habrían dicho los ses antiguos: escandalizar a los biempensantes, sobre todo a los biempensantes progresistas, que son los más fáciles de escandalizar porque casi nunca esperan que uno de los considerados “suyos” diga determinadas barbaridades.

La obra literaria de Pombo es inmensa, variada y riquísima, y los premios también. En 1995 publicó “Telepena de Celia Cecilia Villalobo”, que en su título lo dice todo. Al año siguiente le dieron el premio nacional de narrativa por una obra fundamental: “Donde las mujeres”. Ingresó en la Real Academia Española el 20 de junio de 2004, después de que hubiese muerto Camilo José Cela (que rezongaba y conspiraba contra el ingreso en la RAE  de los que él llamaba “maricones”) y después de que personajes del fuste de Francisco Rico, Luis Mateo Díez o Luis María Anson presentasen su candidatura. Ocupa desde entonces el sillón “j”, en el que le había precedido Pedro Laín Entralgo. Y después de entrar en la Academia le dieron el premio Planeta por una obra estimable pero menor, como suele suceder con este premio: “La fortuna de Matilda Turpin”, que le proporcionó una pequeña fortuna y a la que aludía recientemente cuando dijo que “los premios pasan. Durante unos días, o unas semanas, eres el rey del mambo, pero luego te olvidan y tienes que seguir escribiendo”.

La obra periodística de Pombo es enorme: ha publicado artículos en muchos medios, por ejemplo en el extinto Diario16. Pero la gente ajena al mundillo literario le conoce sobre todo por su aparición como “tertuliano” o polemista a sueldo en varias cadenas de televisión, sobre todo en el programa Espejo público de Antena 3. Ahí apareció un Pombo nuevo, un personaje que sin duda él creó para salir por la tele: transgresor, cascarrabias, con un humor ácido y en ocasiones gamberro, con tendencia a la exaltación vocal (Pombo ha tenido siempre muy buena voz) y a la pelea dialéctica en defensa de posiciones políticas o sociales que seguramente ninguno de los contertulios esperaba de él. De ahí su éxito y de ahí el “muchísimo dinero” que ganó, como dijo hace poco.

Nadie espera que un escritor pública y abiertamente homosexual asegure que el “matrimonio gay” o igualitario, legalizado por el gobierno de Zapatero en 2005, “le daba risa”. Nadie esperaba que este señor de Santander, de tan buena familia, que se declaraba de izquierdas, dijese públicamente que la prosperidad de España se debía a Franco, y la democracia también. “Boutades” como esa le mantuvieron en el candelero durante bastante tiempo, hasta que, como él mismo dice, un día los de la tertulia se pusieron hablar de la princesa Leonor y él se dio cuenta de que había caído en los pantanales mefíticos de la “prensa del corazón”. Y poco tiempo después lo dejó.

Tampoco se entiende muy bien (si dejamos aparte ese personaje por él creado para la tele) que Álvaro Pombo decidiese intervenir en la política. Fue uno de los nombres más conocidos de UPyD, partido que nació con vocación de bisagra, de centro, de equilibrio entre los extremos, bajo la advocación de Rosa Díez y Fernando Savater, y que hoy se ha extinguido. El problema es que Pombo decía lo que le daba la gana, y aquellas manifestaciones suyas contando la risa que le daba lo del “matrimonio gay” hicieron que su propio partido le desautorizase. Fue candidato al Senado por Madrid dos veces, en 2008 y en 2011. Fracasó en ambos intentos.

El deterioro físico, muy acusado en su caso, le proporcionó dos cosas: una gran dosis de amargura, producto del aislamiento en que vive desde hace años, y un gorro de lana que no se quita prácticamente nunca. Las goteras de la edad le irritan profundamente: “Estoy asqueroso”, dice, “no creo que haya nadie que esté más asqueroso que yo”. A los periodistas que le requieren les recibe en la cama, como Juan Carlos Onetti, y les habla de filosofía, de sus recuerdos de chico, de historia medieval (una de sus pasiones) o de lo que se le ocurre. Lo que no le han quitado la vejez ni los achaques son las ganas de escribir. Sigue trabajando. Su última novela, “Doña Mercedes o la vida perdurable”, es de este mismo año. Y prepara ya otra para el próximo.

Pero hay que ser Álvaro Pombo, el tierno y sentimental y cascarrabias y vanidosísimo Álvaro Pombo, para ponerte a escribir el discurso de agradecimiento por el Premio Cervantes… muchos años antes de que te lo den. Lo tenía preparado desde hace largo tiempo, incluso con su duración, que le parecía muy corta: “En veinte minutos no se puede decir nada”, rezongaba hace un par de días. Al final se lo dieron, naturalmente. Acudió a Alcalá de Henares, a la cita con los Reyes y con la flor y nata de las letras españolas, vestido de chaqué, como es de rigor (“siempre me gustaron los trajes formales”, dice), pero con su gorro de lana y en silla de ruedas. El famoso discurso lo leyó en su nombre el escritor Mario Crespo. Pero Pombo, que no dijo hasta el último momento si acudiría o no al acto que llevaba tantos años esperando, acabó quedándose al cóctel y haciendo bromas algo gamberras sobre lo bien que le viene el dinero del premio.

“Genio y figura”, como se reía él mismo

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En 1939, el escritor Aldous Huxley (mundialmente conocido por “Un mundo feliz”) publicó un libro que, en español, se tituló “Viejo muere el cisne”. Es la extraña historia de un millonario norteamericano que encarga a un médico que investigue para prolongar indefinidamente su vida. Al final es una colección de alegatos sobre/ contra la existencia de Dios, pero es que es verdad que el cisne (Cygnus olor, por ejemplo), una anátida anseriforme a la que todos consideramos uno de los seres vivos más bellos que jamás han pisado este planeta, muere viejo. Puede llegar a los 30 años, aunque lo normal es que no pase de los 25. Eso es muchísimo para una anátida: tres veces más de lo que resiste un pato mandarín, por ejemplo.

Los cisnes son famosos porque se emparejan de por vida. Y porque eligen a sus parejas (cabría decir que se enamoran) incluso antes de alcanzar la madurez sexual, cuando todavía son pollos grandes. Esto vale tanto para las especies migratorias como para las sedentarias. Así, es una gran desgracia para un cisne no encontrar quien le quiera, quien le conozca, quien le soporte, quien le perdone y quien finalmente le cuide cuando lo necesite, como bien sabía Huxley. Es decir, que a los cisnes les pasa lo mismo que a la mayoría de las personas. 

Fue seguramente el romano Juvenal, o quizá algún griego, quien dijo que el cisne canta solo al morir. No es verdad. Con la sola excepción del cisne mudo, los cisnes cantan cuando les da la gana. No es que tengan una bonita voz (lo mismo les pasa a los pavos reales), pero, con ese aspecto de perfecta hermosura, ¿quién necesita cantar bien?

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