Opinión

Vendaval Francisco

Sólo él se atrevió y prefirió viajar a países olvidados, al mismísimo fin del mundo, a lugares en los que ni siquiera Dios estuvo

  • Papa Francisco -

Hay noticias que una nunca olvida dónde le cogieron, haciendo qué o acompañada por quién. Yo ya siempre recordaré que la muerte del Papa Francisco me sorprendió en la mañana de un lluvioso Lunes de Pascua en plena algarabía familiar en casa de mi madre. Recordaré también los ruidos que ese día hacían las veces de banda sonora doméstica hasta que el fallecimiento del pontífice irrumpió en televisión como irrumpe la lluvia en una tarde apacible. La Nintendo a todo volumen de mis sobrinos, los gorjeos de mi bebé y las voces de mamá y de mi hermana arañando el tiempo juntas contándose lo que antes no pudieron por las prisas de la vida.

Lo primero que hice tras conocer la información fue pedir a los niños -de nueve y diez años- que pusieran más alto el televisor y les insté, acto seguido, a que aparcaran la consola y prestaran mucha atención porque lo que estaban viviendo era un instante para la historia que jamás eliminarían de unos álbumes vitales todavía por rellenar. No tengo claro que en ese momento sus mentes en desarrollo entendieran bien lo que les quise decir, aunque estoy convencida de que, en un futuro, ellos también sabrán dónde y cómo conocieron la muerte del papa Francisco. Una noticia que, confieso, me cogió algo desprevenida. No la esperaba entonces, así, sin previo aviso. Imagino que nadie. Hubiera sido tal vez menos impactante durante su ingreso en un hospital de Roma cuando todo apuntaba a una marcha inminente. Él, sin embargo, supo elegir para irse una fecha especial del calendario cristiano.

Se fue sin levantar sospechas como se esfuma el aire sin remover la hierba. Hasta el último suspiro se empleó a fondo en su labor. Hasta lo que le permitieron pulmones, corazón y una curia demasiado conservadora y aferrada al poder. Para ser honesta, no seguí al minuto todo lo que hizo ese hombre desde que una fumata blanca lo alejara hace años de su Argentina natal para no regresar. Tampoco soy experta en papados, en cónclaves, ni en luchas internas del Vaticano. Pero sí soy persona católica, creyente, observadora, con memoria y nunca antes tuve la sensación de estar ante un pontífice tan accesible, cercano y, sobre todo, sencillo. Puede que el hecho de que fuera jesuita -congregación en la que estudié y pasé mis mejores años- o que el idioma compartido, tuvieran algo que ver. Aunque creo que su naturalidad iba más allá de todo eso. El otrora padre Bergoglio llegó a Roma para devolver a la Iglesia a sus orígenes primarios, a la calle, a los pobres. Llegó para acercarse al débil y alejarse de cualquier cosa que no tuviera que ver con la miseria. Llegó, en definitiva, para seguir siendo quien fue en los suburbios de Buenos Aires. Y no se salió ni un ápice del guión, a pesar de que, en más de una ocasión, sus palabras le jugaran alguna mala pasada.

No sé si algún día seré capaz de expresar -me cuesta mucho- todo lo que viví en el Jubileo que tuvo lugar en Roma en el año 2000. Aquellas multitudinarias vigilias de noche iluminadas por infinidad de velas o las misas oficiadas por un hombre que ya entonces inclinaba la cabeza por el peso de una sotana demasiado gruesa

Fue de su boca, curiosamente, de la que escuché una lección crucial sobre periodismo. La escribí en el bloc de notas de mi teléfono y allí seguía esta semana cuando fui a buscarla. La pronunció el 30 de marzo del 2019 en una entrevista para una televisión española de la que no perdí ni un gesto, ni una respiración. Lo recuerdo perfectamente porque ¿cuándo alguien como él había accedido a responder sin tapujos a las preguntas de un periodista? Hubiera pagado por ser Jordi Évole. A él le comentó Francisco que “los periodistas pueden caer en cuatro pecados: la desinformación, la calumnia, la difamación y la coprofilia. Amor a lo sucio, a los escándalos. Un comunicador que intente no caer en esos cuatro defectos, es un flor de comunicador”. Me gustó aquella frase. También que hablara abiertamente de los abusos cometidos en el seno de la Iglesia. “La hermenéutica era tapar. Al cubrir, se propaga”. Me pareció insólita su intervención ante las cámaras. Nunca hubiera imaginado, por ejemplo, a Benedicto XVI o a Juan Pablo II delante de cualquier otro micrófono que no fuera el del púlpito. Y eso que éste último Papa fue muy especial para mí. No sé si algún día seré capaz de expresar -me cuesta mucho- todo lo que viví en el Jubileo que tuvo lugar en Roma en el año 2000. Aquellas multitudinarias vigilias de noche iluminadas por infinidad de velas o las misas oficiadas por un hombre que ya entonces inclinaba la cabeza por el peso de una sotana demasiado gruesa, con miles y miles de jóvenes sentados sobre el asfalto o sobre una campa, rezando y cantando al unísono en diferentes lenguas. Aquella experiencia me marcó, aunque no pude sostener ese fervor demasiado tiempo porque pronto empecé a entender y a cuestionar.

Daría para mucho un texto sobre la fe de cada cual, pero lo que quiero realmente expresar en estas líneas es que también Francisco tenía, en mi opinión, ese algo que hace a alguien diferente, único, querido. Sólo él se atrevió y prefirió viajar a países olvidados, al mismísimo fin del mundo, a lugares en los que ni siquiera Dios estuvo, antes que a otros más amables. Son muchos los rincones inhóspitos que visitó, sin embargo, pienso ahora en su imagen y en su recorrido solitario y silencioso por Auschwitz en 2016. Quizá tenga algo que ver que estoy leyendo estos días El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl en el que el psiquiatra dejó escritas frases como esta: “Cada hombre, incluso en condiciones trágicas, puede decidir quién quiere ser -espiritual y mentalmente- y conservar su dignidad humana”.

Tuvo claro Francisco que para que nadie le arrebatara la libertad interior tenía que seguir siendo él mismo durante su papado. Y lo fue, pese a todo y pese a todos los que no se lo pusieron fácil por ver en él a un revolucionario. Aquel hombre llegó al Vaticano como un vendaval dispuesto a agitar conciencias en un mundo, el eclesiástico, acostumbrado a caminar con el viento siempre de cara.

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