Opinión

Demasiados botones rojos

Bastaría un error, una chispa o un dedo tembloroso. O peor aún, bastaría una traición en la sala de mandos

  • Putin, Trump y el botón nuclear -

Son demasiados los botones rojos. Durante la Guerra Fría había dos. Uno quedaba entre la Casa Blanca y el Pentágono. El otro quedaba en el Kremlin.

Ese, fijo.

Ahora resulta que, de a poco, fueron surgiendo varios botones rojos. Botones más pequeñitos, más inofensivos en apariencia. Como si el hecho de que fueran grupos pequeños aligerara el dato de fondo: la potencialidad nuclear sigue siendo absolutamente devastadora. Y su uso sigue siendo una mera decisión política.

Así fue como, de pronto y casi sin querer darnos cuenta, empezaron a aparecer botones rojos por todos lados. Empezamos a normalizarlos. Nos estamos acostumbrando a la sombra permanente, a la amenaza. En esa tarea, como en toda la historia moderna de Occidente desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, colaboró mucho Hollywood. Hollywood trabajó duro. Y hoy hay un montón de botones rojos metidos en el mundo y en nuestras cabezas.

Cada vez más gente los reconoce. No todos, pero creo que la mayoría de la población mundial sabe que existen. Sabe del botón de Estados Unidos. Del de Rusia. Del de China. Del de Francia. Del de Irán.

Ahora, además, sabemos que los conflictos no paran de reproducirse. Mientras Europa tantea a oscuras buscando el interruptor de la luz —dando manotazos en la pared, tropezando consigo misma—, India y Pakistán podrían entrar otra vez en guerra. Y los europeos ni siquiera saben si una cosa tiene que ver con otra. Ni idea. Spoiler alerta: ambas son potencias nucleares. Es un hecho. Son otros dos botones rojos.

Después están los sospechosos habituales, los que andan probando, amagando, soñando con un botón propio: por ejemplo, Arabia Saudita, que lo compra todo, pero aún no puede comprar eso legalmente… todavía

Los jugadores nucleares oficiales. Los de siempre. Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido: esos cinco forman el club fundacional, los históricos, los reconocidos incluso por el Tratado de No Proliferación Nuclear. Después vinieron otros. Israel —que nunca lo itió oficialmente, pero todo el mundo sabe que sí—. India. Pakistán. Corea del Norte.

Ocho países, entonces, confirmados. Nueve, si contamos a Israel con la boca pequeña. Y después están los sospechosos habituales, los que andan probando, amagando, soñando con un botón propio: por ejemplo, Arabia Saudita, que lo compra todo, pero aún no puede comprar eso legalmente… todavía.

Botones grandes, botones medianos, botones chicos. El tamaño da igual: el daño siempre es descomunal.

No sería raro, visto el estado de las cosas, que un día uno de esos señores, por otro trago de vodka o de whisky, apretara ese botón rojo (que había expuesto solo para mirarlo y sentirse poderoso) pensando que era el de llamar al camarero. Esta es la realidad

Hasta el arsenal más modesto puede destruir ciudades enteras, alterar el curso de la historia, volver un continente a la Edad Media en minutos. Se pueden gastar billones en hospitales, en educación, en carreteras o exploración espacial, pero todo puede quedar anulado por una secuencia de claves correctamente ingresadas.

Decía Einstein, y vale recordarlo ahora: “No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta será con palos y piedras.”

Y si bien algunos de esos botones rojos se esfuerzan por sonar seguros, blindados en protocolos, no hay que olvidar que los llevan personas. Y las personas, como sabemos, a veces confunden el botón de reset con el de delete. No sería raro, visto el estado de las cosas, que un día uno de esos señores, por otro trago de vodka o de whisky, apretara ese botón rojo (que había expuesto solo para mirarlo y sentirse poderoso) pensando que era el de llamar al camarero. Esta es la realidad. Tenemos que parar con los botones rojos. Los que no beben ni vodka ni whisky, anhelan el botón también, para usarlo sobrios y fanatizados. Esto de lo nuclear es un sinvivir.

Puede acabar con tu vida, con la de tus hijos, con la de tu perro. Así de simple, como el que lo lleva en la mano, esposado a su muñeca derecha, inmutable. Ese que ves bajar de un avión después del señor que tiene el poder de activarlo. No me tranquiliza

Son esos botones rojos que algunos líderes llevan acompañados de un maletín. Un maletín que carga un señor muy arriesgado, que sigue al líder a todos lados. En el maletín están los códigos para lanzar miles de misiles y matar a millones de personas. No importa cuántos. Importa el acto. Ese maletín, que parece apenas un rio protocolar, puede acabar con tu vida, con la de tus hijos, con la de tu perro. Así de simple, como el que lo lleva en la mano, esposado a su muñeca derecha, inmutable. Ese que ves bajar de un avión después del señor que tiene el poder de activarlo. No me tranquiliza. Prefiero el Lorazepam.

Sé que los sistemas “Football” (como se le llama al maletín Halliburton especial que lleva el hombre de Trump) con sus “gold codes” y su inexpugnable e imprescindible “biscuit” (tarjeta física que tiene Trump para ultimar ataques), o su equivalente ruso “Cheget” para Putin, ambos equipajes van con ellos porque es probable que pudieran usarlo en cualquier momento. Porque si no para qué. ¿Es sólo alarde? ¿Son como los leones o los orangutanes? Suena música celestial para Darwin.

Les bastará con un buen plan. Unos tres infiltrados para jefes. Luego un par de maletas grandes. Dos furgonetas y media docena de gilipollas. Tonterías que ya resolvió Hollywood.

Y este es solo el lado claro de la luna.

En el lado oscuro está todo lo que el terrorismo podría lograr si alguna vez pone la mano sobre alguno de esos botones. Grupos como Al Qaeda, el Estado Islámico, o varias filiales dispersas en África y Asia, nunca dejaron de soñar con conseguir su propia “llave maestra”. Y no hablo de ciencia ficción: los informes de inteligencia vienen advirtiendo hace años que, si algún día logran a material nuclear, no van a necesitar un Estado, ni un maletín, ni una galleta. Les bastará con un buen plan. Unos tres infiltrados para jefes. Luego un par de maletas grandes. Dos furgonetas y media docena de gilipollas. Tonterías que ya resolvió Hollywood.

Esto es, por lo menos, muy inquietante, sobre todo en pleno florecer de guerras sorpresivas en el mundo.

Bastaría un error, una chispa o un dedo tembloroso. O peor aún, bastaría una traición en la sala de mandos.

El mundo parpadearía apenas un microsegundo y listo. Pero yo no soy pesimista

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