Opinión

Caso Bretón: prohibido comprender

Pronto cualquier excusa servirá para prohibir a los escritores que escriban

  • José Bretón

Yo habría preferido que a Bretón lo hubieran ahorcado, electrocutado o inyectado letalmente. Como mínimo, que lo hubieran mantenido encerrado hasta su muerte sin posibilidad de salir ni de comunicarse con el exterior: no creo en la reinserción del Mal. Pero hay hombres y mujeres que sí creen en ella, qué le vamos a hacer; por eso no entiendo que ahora se escandalicen de que Bretón siga vivo y haga cosas. Incluso tarde o temprano —y gracias a los beneficios penitenciarios— saldrá a la calle: son las consecuencias del sistema garantista que nos hemos dado.

Si Bretón estuviera muerto —o, cuando menos, aislado—, Luisgé Martín no habría podido enviarle una primera carta. Tampoco habría podido llamarle por teléfono ni visitarlo en la prisión de Herrera de la Mancha; por tanto, no habría podido escribir Odio. Y ahora no tendríamos a las hordas feministas arrimando el ascua a su sardina: ¡Revictimización! ¡Violencia vicaria! ¡Machismo!, braman. Aunque en este caso no están solas: a la turba se ha unido gente corriente, buenas personas que se han dejado arrastrar por las emociones y han cogido la antorcha sin pararse a pensar. Sin preguntarse cómo es posible todo esto. Quizá, en lugar de sumarnos a un auto de fe contra un libro que nadie ha leído, deberíamos revisar nuestra legislación, que es sólo el resultado de lo que votamos. ¿Estamos seguros de que quisimos darnos un sistema penal que prioriza los derechos de asesinos despiadados sobre los de sus víctimas, o nos la colaron doblada?

Para someter al monstruo hay que vaciar su vida de sentido y demostrarle que ya no tiene ningún poder sobre ti. Sin el dolor de Ruth, Bretón no es nada. Apenas un humanoide deleznable

Como ser humano y como madre, entiendo el dolor de Ruth. Pero quizá alguien debería explicarle que, mientras las redes sociales se incendian y ella pide medidas cautelares — que no devolverán la vida a sus pobres hijos—, el malnacido de Bretón sonríe en su celda. No sólo vuelve a ser el centro de atención, sino que, además, disfruta de la profunda satisfacción de comprobar que su exmujer sigue bailando al son que él toca. Hasta que ella no le pare los pies, eso no cambiará. Una vez que Bretón está en la cárcel, ya no se le combate con abogados: la única manera de vencerlo es mostrar una total y absoluta indiferencia hacia él. Aunque te hierva la sangre, aunque la rabia no te deje dormir, aunque aúlles de dolor cuando te quedas sola. Para someter al monstruo hay que vaciar su vida de sentido y demostrarle que ya no tiene ningún poder sobre ti. Sin el dolor de Ruth, Bretón no es nada. Apenas un humanoide deleznable.

En cambio, como personaje literario resulta fascinante. Despierta nuestro interés precisamente porque hace lo contrario de lo que hacemos la mayoría: querer a nuestros hijos. Incluso durante el proceso de divorcio, casi todos intentamos hacerles saber que mamá y papá seguirán ahí. Pero Bretón no es como nosotros: su amor paterno estaba condicionado a que mamá siguiera con él. Y cuando Ruth le dijo hasta aquí hemos llegado, en lugar de proteger a los niños los redujo a cenizas. Imagino que la idea era que ella nunca supiera si estaban vivos o muertos; quién sabe si incluso llegó a pensar que esa incertidumbre podría volver a unirlos. Por fortuna, el monstruo no era tan listo como creía: sólo tardaron 10 días en detenerlo. Y en el juicio demostró ser un mierdecilla de voz sin testosterona, un chiquilicuatre que no tenía ni media bofetada. Estoy segura de que no soy la única mujer que todavía se pregunta qué vio Ruth en él. ¿Lo habrá averiguado el autor de Odio?

Son muchos los interrogantes que suscita esta tragedia griega, es lógico que Luisgé Martín se haya sentido atraído por su principal protagonista. La literatura es hija de nuestro ancestral instinto de querer comprender, y proviene de cuando apenas éramos homínidos que habitaban en cuevas. Quien no comprende, no puede analizar correctamente la situación; si no analizas correctamente, tomarás malas decisiones. Y, entonces, serás devorado por las alimañas.
Comprender es sobrevivir.

No conozco personalmente a Luisgé Martín. En su día leí un par de novelas suyas, pero no estaba entre mis escritores de cabecera. No soy fan. Tampoco soy gay. Ni socialista (LM escribía discursos para Sánchez)


Y los escritores escribimos para comprender; yo misma lo estoy haciendo ahora, mientras escribo estas líneas. Utilizo la escritura para ordenar mis ideas y penetrar en el misterio insondable de por qué algunos sucesos escalofriantes nos hacen vibrar al unísono, como una mente colmena. Es misión del escritor quedarse fuera, mirando, para escribir sobre ello después. No le puedes pedir que no escriba. Como ya dije en Seduciendo a dios —disculpen la autocita—, pedirle a un escritor que renuncie a escribir sería como “exigir al león que no tenga hambre”.

Ignoro si la editorial Anagrama había calculado el revuelo que precedería al lanzamiento de El odio o si esta campaña gratuita de marketing les ha pillado por sorpresa. No conozco personalmente a Luisgé Martín. En su día leí un par de novelas suyas, pero no estaba entre mis escritores de cabecera. No soy fan. Tampoco soy gay. Ni socialista (LM escribía discursos para Sánchez).

Pero defiendo su derecho a escribir porque temo que, si aceptamos que el dolor de una madre baste para prohibir un libro, pronto cualquier excusa servirá para prohibir a los escritores que escriban. Y será delito querer comprender.

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