El historiador y redactor jefe de Cultura de Vozpópuli, Grego Casanova, publica ‘Lo que no contaron de la Segunda Guerra Mundial’ coincidiendo con el 80º aniversario del final del conflicto. Vozpópuli ofrece en exclusiva un adelanto de la obra:
Un carro de madera surca la capital del Reich esquivando socavones y montones de escombros. El traqueteo de la chatarra que carga mueve el objeto más llamativo que capta la atención de un fotógrafo, un imponente busto de Hitler que mira esqueletos de hormigón engalanados con banderas rojas. No muy lejos de allí, cuadrillas de niños huérfanos se protegen en manada para sobrevivir un día más. Postes con nombres de desaparecidos y charlas en las colas sobre quién ha muerto recuerdan a los que no están en una capital en la que anochece de día, pues sus relojes marcan ahora la hora de Moscú. «Todos están borrachos. Todos cuelgan banderas blancas. Berlín ha sido crucificada», escribió uno de los vencedores. Es la noche, regada con alcohol, el momento más peligroso para cualquier mujer de cualquier edad.
Algún tiempo antes, una flota de portaaviones japonesa cruza medio Pacífico con las radios apagadas para no ser detectada. El silencio sepulcral se había sentido en el verano de 1941 en millones de soldados alemanes que contenían la respiración en el limes con la Unión Soviética. Cada hombre inmóvil, cada tanque en espera, como si el aire mismo se hubiera detenido antes de la tormenta. Y aquella silenciosa incursión aguijonea a los gigantes. Un chaval negro de pelo rubio ve cientos de aviones desde su poblado en mitad de la jungla, escucha explosiones de esos artefactos gigantes a los que algunos de sus vecinos terminarán adorando. Otro mucho más pálido lleva más de ochocientos días sintiendo los morteros enemigos que cercan su ciudad en un eterno invierno que les lleva a romper el tabú y a consumir la única carne que queda.
Acertó el analista que animaba a usar bombas incendiarias: «El pánico es una característica sorprendente de los japoneses…, [y el fuego] es uno de sus temores principales, ya desde la infancia». Ciertamente, la gente de Tokio, también la de Dresde, no sabe hacia dónde correr cuando las llamas rodean toda su ciudad. Pero el mayor proyecto científico de la historia supera a los barridos de napalm y comunican al presidente su eureka. «Hemos descubierto la bomba más terrible de la historia del mundo. Puede ser la destrucción por fuego profetizada en la era del valle del Éufrates, después de Noé y su fabulosa arca», apunta Truman en su diario.
Nubes de hongo de las explosiones de Hiroshima (izquierda) y Nagasaki (derecha)
No hay bancos, tiendas, periódicos, cines… Nadie los echa mucho en falta cuando lo que tampoco hay es comida. Hay dinero, pero no sirve de nada hay colas en todas partes. Cadenas de personas para desescombrar ciudades y más hileras humanas para conseguir algo de agua o alimento. El continente es una ristra de personas que buscan comer, un techo o una nueva ciudad. La Europa que está naciendo será, paradójicamente, la más acorde a la idea de Estado del gran derrotado. Países más homogéneamente étnicos que nunca y con apenas judíos en todo el continente. Como hormigas, filas de humanos traspasan nuevas fronteras con sus pocas pertenencias después de haber sido expulsados del único pueblo en el que han vivido ellos y hasta donde son capaces de remontar su apellido. Todas las mujeres salen de su ciudad con una esvástica pintada en la cara. Su falta: hablar la lengua de los derrotados. Los pies, tantos de ellos descalzos, son el único medio de trans porte fiable, y en la mayoría de lugares, el único medio de transporte sin más. Millones de personas se acaban de convertir en prisioneros que trabajarán durante años en los países que intentaron destruir.
Mil alemanes llegan a un recinto que apesta a muerte a distancia. Ha estado funcionando a un paseo del centro de su ciudad, pero dicen desconocer lo que allí se hacía. Ven los barracones, ven unos esqueletos amarillentos que todavía se mueven y ven otros, decenas de ellos, apilados como troncos de madera. Ven los hornos, les obligan a ello, y ven las chimeneas. Los soviéticos continúan inspeccionando aquel macrocomplejo y encuentran estancias enteras llenas de maletas en las que millones de personas llevaron sus pertenencias a lo que les prometieron que sería un lugar seguro.
Al hotel Palace de Mondorf-les-Bains, en Luxemburgo, ahora convertido en prisión, llega un hombre de ciento veinte kilos de peso, con las uñas de pies y manos pintadas de rojo brillante. Le acompaña un ayudante. Portan una caja de sombreros de color rojo y dieciséis maletas iguales con el monograma personal de Hermann Göring. Meses después, el sonriente y rollizo uniformado es un rostro anguloso con gafas de sol que se aburre y se cabrea en el banquillo de madera foco de todos los objetivos del mundo.
Mandatarios nazis sentados en el banquillo en Nuremberg.
En señal de respeto, todos los presentes se han despojado del sombrero, hombres que habían aprobado la invasión, el saqueo y el exterminio de otras naciones y pueblos enfilan trece escalones hasta una de las tres horcas. Estamos en el feudo de los congresos del Partido Nazi, el de las perversas leyes raciales y escenario del Triunfo de la voluntad que aupó a Hitler a la condición de mesías. Ahora, los despojos del Reich se alzan encapuchados hasta enhebrar sus cuellos en la soga de los vencedores. Algunas frases grandilocuentes y una decena de pataleos en el aire terminan en un silencio pendular. Un trabajo rápido, diez hombres en poco más de hora y media. Solo un momento antes, el más arrogante de todos ellos ya reposa en la morgue. Se ha cobrado una última venganza con sus enemigos y ha sacado su último as de la manga en forma de cápsula de cianuro. Le condenaron a la deshonrosa horca, pero no se dieron el gusto de matarle.
Marta se dirige con todas sus vecinas a tratar de conseguir algo de penicilina, que vale tanto como varias raciones de comida. A alguna todavía le sangra la entrepierna y otras tendrán que abortar. Físicamente algunas no conseguirán curarse, psicológicamente todas quedarán marcadas. El hambre seguirá apretando. «Violada por los rusos», «puta de los americanos», escucharán muchas de ellas semanas después.
La capital vuelve a latir. Funcionan los buses, el tranvía, se abren comercios, estrenan la primera obra de teatro… En Los Álamos, algunos de los científicos más brillantes de la historia yacen contra la arena del desierto, contemplan nubes violetas y bolas de fuego que pasan del blanco al naranja. Nubes preñadas de relámpagos alumbran un misterioso hongo que emana más calor que cualquier cosa antes creada por el hombre. El responsable de todos ellos está petrificado, mientras un antiguo verso de la literatura hindú resuena en su mente: «Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos». Aquí está el eureka, el Olimpo ha vuelto a ser asaltado, de nuevo los titanes han entregado a la humanidad el poder del fuego. Y el hombre llevará la fuerza del sol para doblegar al país que lo porta por bandera, empleando esta alquimia divina para generar el acto humano que más muertes ha ocasionado en un menor periodo de tiempo.
En otra isla vecina, no les ha hecho falta comprobar que el enemigo posee la fuerza de los astros, solo con arribar a su tierra ha empujado a decenas de personas a arrojarse por un acantilado. Muchos de ellos lo han hecho por orden de su propio ejército. Oficiales invitan a familias abrazadas a descorchar una granada. Los menos afortunados se sirven de palos, cuchillos y piedras. Madres lo hacen con sus hijos, hijos lo hacen con sus madres. Algunos llegarán a viejos y dirán no recordar cómo se produjo exactamente: «Yo lloraba mientras lo hacía y ella también lloraba». Después fue el turno de su hermana y su hermano, todavía en edad de ir a la escuela. «No recuerdo exactamente cómo matamos a nuestro hermano y hermana pequeños, pero no fue difícil porque eran muy pequeños; creo que usamos una especie de lanza». En el Reich los más afortunados usan sobredosis de morfina, otras lastran los bolsillos de sus hijos y se dirigen de la mano hacia el lago.
El Tercer Reich, predestinado a prolongarse mil años, se suicida en el subsuelo de Berlín con olor a almendras amargas, pólvora y sangre. El Imperio invencible del sol naciente es eclipsado por la fuerza de los astros contenida en un solo átomo. Y el que se pensaba heredero de emperadores romanos se balanceaba colgado por los pies. La señora de los mares había empeñado su título nobiliario a su antigua colonia. Y esta mantendrá, hasta el momento en el que se escriben estas líneas, el bastón de mando global. Enfrente, una bandera del mismo color que la que ahora les hace tambalearse les retará durante décadas. Los zares se habían sentado en las grandes mesas desde época de Napoleón, pero ahora les toman verdaderamente en serio y en varias reuniones el zar rojo se asegura la propiedad de la otra mitad del mundo.
Todo lo que el mundo es ahora no es más que un apéndice y herencia del resultado de aquel conflicto. Esta fue la contienda más feroz de la historia, esta fue la Segunda Guerra Mundial.