Ya no hablamos solo de personas sin recursos o excluidas socialmente. Hoy, las adicciones también llevan traje y corbata, manejan agendas llenas y recogen a los niños del colegio. Cada vez más adultos con estudios, empleo y familia se ven atrapados en un consumo que comienza como una vía de escape y termina siendo una cárcel invisible. Detrás de esta realidad hay algo más profundo que una dependencia: una sociedad que no sabe parar.
Mientras seguimos corriendo para cumplir, producir y aparentar que todo está bien, muchos anestesian su angustia con sustancias o conductas compulsivas. La paradoja es brutal: en medio de una vida aparentemente estable, florece una adicción que nadie ve venir.
Cifras que preocupan: un cambio en el perfil del adicto
Según datos de la Red de Atención a las Adicciones (UNAD), en 2022 el 75% de las personas atendidas eran hombres, en su mayoría entre 34 y 41 años, desempleados, y con consumo habitual de cocaína, alcohol o heroína. Este perfil dista mucho del imaginario colectivo que vincula la adicción con la marginalidad.
Hoy, los centros de tratamiento reciben cada vez más pacientes con trayectorias laborales consolidadas, familias y títulos universitarios. El problema ya no es solo qué consumen, sino por qué lo hacen: estrés crónico, autoexigencia, falta de sentido, miedo al fracaso o simplemente no saber qué hacer con el vacío.
La psicóloga Margarita de la Paz Pascual Rodríguez, del Grupo Sanitario Reinservida (Esvidas), lo explica sin rodeos: “Vivimos en una cultura que rechaza el malestar, y eso hace que muchos no sepan qué hacer con la angustia. El consumo aparece como un atajo que anestesia, pero impide elaborar”.
Y no se trata solo de sustancias. Las adicciones pueden adoptar formas más sutiles: comida, compras, redes sociales, trabajo, videojuegos... Todo vale para no sentir. En una sociedad que premia la hiperproductividad, la adicción no es solo una patología: es un síntoma.
El clic que no cura el dolor
Lo queremos todo y lo queremos ya. Pedimos comida y llega en 30 minutos. Hacemos una compra y la recibimos al día siguiente. Las pantallas responden antes de que terminemos la pregunta. Pero, ¿qué pasa cuando el dolor no se va con un clic?
La era de la inmediatez ha colonizado nuestra forma de vivir. No hay tiempo para el duelo, el descanso o el fracaso. Todo debe resolverse rápido. Pero la vida emocional no entiende de urgencias. Y cuando no podemos pausar, aparece la ansiedad, el insomnio, la angustia... o el consumo.
Más que dejar de consumir: recuperar el sentido
En los centros de tratamiento, el objetivo no es solo que la persona se mantenga sobria, sino que aprenda a habitar el presente, gestionar emociones, tolerar la frustración y construir un futuro con sentido. Todo eso que, curiosamente, nuestra cultura nos empuja a evitar.
En una sociedad acostumbrada a lo rápido, los procesos terapéuticos pueden parecer una misión imposible. Pero sanar lleva tiempo. Requiere trabajar no solo con la persona, sino también con su entorno.
“Lo terapéutico no es solo una cuestión individual. Es también un proceso social”, dice Acevedo. “Recuperar vínculos, sanar relaciones, reconstruir confianza. Todo eso también forma parte del tratamiento”.
La adicción muchas veces nace del aislamiento y la soledad. Y salir de ella requiere volver a sentir que uno pertenece, que no está solo, que puede confiar. Por eso, reconstruir redes sociales y familiares es clave.
“Muchas veces lo que cura no es solo la terapia en sí, sino volver a sentirse acompañado”, sostiene Ana Herrera González, trabajadora social en Esvidas. “Volver a confiar en el otro, a hablar sin miedo, a sentirse visto... todo eso también forma parte del proceso de recuperación”.
Adicciones en adultos: la punta del iceberg de un modelo social enfermo
Que cada vez más adultos funcionales sufran adicciones no es casualidad. Es el reflejo de un modelo social que ha convertido el bienestar en una obligación, la productividad en una religión y el dolor en un tabú.
Nos han enseñado a huir de lo incómodo, a tapar lo que duele y a funcionar como si nada. Pero el cuerpo, tarde o temprano, pasa factura. Y el consumo se convierte en una forma de supervivencia. “El problema no es solo individual. Es estructural. Y si no lo entendemos así, seguiremos tratando síntomas sin curar las causas”, concluye Acevedo.
La prevención comienza desde la infancia. No basta con hablar de drogas o alcohol. Hace falta una educación emocional profunda, que enseñe a sentir, a procesar el vacío, a esperar sin desesperar. Solo así podremos construir una sociedad menos adictiva.
La recuperación es posible (y no se hace en soledad)
Aunque el panorama sea preocupante, hay buenas noticias: la recuperación es posible. Y en España existen recursos de calidad para acompañar este camino: terapias grupales, centros de ingreso, programas de rehabilitación integrales...
El acompañamiento adecuado marca la diferencia. Nadie debería enfrentar una adicción en soledad. Con apoyo profesional y redes afectivas, sí se puede volver a empezar. Porque la adicción no define a una persona: solo habla de un dolor que no encontró palabras.
En el fondo, hablar de adicciones hoy es hablar del tipo de sociedad que estamos construyendo. Una sociedad que corre, produce, rinde... pero escucha poco. Que tapa el dolor, pero no lo cura. Que exige estar bien todo el tiempo, aunque por dentro todo esté roto.
Y tal vez, para sanar, haya que hacer justo lo contrario de lo que esta cultura nos exige: parar, sentir, mirar hacia dentro. Reconstruir. Apostar por vínculos reales. Y recordar que detrás de cada estadística, hay una vida que merece ser acompañada.