En 1961, Adolf Eichmann, antiguo nazi, fue juzgado en Israel acusado de crímenes contra la humanidad por su complicidad en la “solución final”. La filósofa Hannah Arendt asistió al juicio captando desde el principio la enorme complejidad del aquel proceso. Eichmann mostraba el perfil psicológico de una persona común, no el de un sádico asesino. Su papel había sido organizar, siguiendo órdenes, el traslado de los judíos a los campos de exterminio. No había matado a nadie personalmente, ni había ordenado hacerlo. Y no había violado ninguna ley vigente en la Alemania de la época; al contrario, las había cumplido al pie de la letra. Entonces ¿dónde radicaba exactamente su culpa?
Para Arendt, Eichmann no era malvado por naturaleza, pero había renunciado al pensamiento crítico, al juicio para distinguir el bien del mal. Como otros muchos, optó por cumplir leyes y órdenes como un autómata, sin considerar que eran profundamente injustas y abominables. El delito de Eichmann consistía en negarse a reflexionar, a tomar conciencia del carácter manifiestamente ilegítimo de las leyes que estaba aplicando. Cómo él, decenas de miles de personas en Alemania habían optado por cerrar los ojos, no poner en tela de juicio terribles consignas y leyes. Con su pasividad, su silencio, contribuyeron a lo que Arendt denominó la banalización del mal; es decir, la conversión de la maldad en mera rutina, algo a la que la gente se acaba acostumbrando. Este episodio ilustra cómo se deteriora la sociedad cuando los ciudadanos confunden legalidad con legitimidad, cuando aceptan de forma acrítica cualquier ley sin detenerse a pensar si quebranta el Estado de Derecho
Sin llegar a los extremos de Eichmann, las leyes pueden ser ilegítimas, en diversos grados, cuando se elaboran con frivolidad, carecen de objetividad, no responden a principios y criterios coherentes, favorecen deliberadamente a ciertos grupos de intereses (o directamente a los gobernantes), violan derechos fundamentales o resultan caóticas e imprevisibles. Por desgracia, todos estos vicios definen bastante bien las leyes que se promulgan en España, especialmente en los últimos tiempos.
Idealmente, las leyes deberían elaborarse como si sus impulsores desconocieran el efecto que tendrán estas leyes sobre sus intereses o los de sus allegados, esto es, como cegados por un “velo de ignorancia”
¿Qué cualidades deben poseer las leyes para gozar de legitimidad? En “The Constitution of Liberty” (1960), Friedrich Hayek sostiene que, para respetar el Estado de Derecho, las leyes deben garantizar las libertades individuales, aplicarse de forma igual a todos (incluyendo a los gobernantes) y ser generales y abstractas, nunca diseñadas para casos específicos o individuos concretos. Este último punto es crucial: cuando las leyes contemplan sospechosos detalles o hacen extrañas salvedades, con toda probabilidad su intención es beneficiar a unos o perjudicar a otros. En este sentido, John Rawls, propuso en “A Theory of Justice” (1971) una alegoría aplicable al proceso legislativo. Idealmente, las leyes deberían elaborarse como si sus impulsores desconocieran el efecto que tendrán estas leyes sobre sus intereses o los de sus allegados, esto es, como cegados por un “velo de ignorancia”. Diseñarían así normas más ecuánimes, generales y objetivas, igual que una persona cortaría más equitativamente una tarta si desconociera qué porción va a corresponderle.
Por su parte, Joseph Raz añadía en “The Rule of Law and Its Virtue” (1977), tres principios más concretos. Las leyes deben ser claras y accesibles para que todos los ciudadanos tengan la posibilidad de conocerlas y comprenderlas. No pueden ser ambiguas, vagas, enrevesadas o imprecisas ni existir una cantidad exagerada de ellas. Además, deben ser relativamente estables pues los cambios legales demasiado frecuentes generan temor e inseguridad (es muy difícil estar al día de lo prohibido, lo permitido y lo obligatorio) y añaden incertidumbre, dificultando a los ciudadanos realizar planes de futuro. Por último, los procedimientos de elaboración de leyes deben guiarse por reglas duraderas, transparentes y conocidas, esto es, todas las leyes deben responder a principios generales coherentes y racionales, no al capricho, la improvisación o la arbitrariedad del gobernante de turno.
España, infierno legal
Si todavía viviesen, Hayek, Rawls y Raz quedarían impresionados al contemplar cómo todos y cada uno de sus principios han servido de modelo a los legisladores españoles… pero para situarse justo en las antípodas. Aquí las leyes surgen de ocurrencias puntuales, algunas violan derechos fundamentales como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia, suelen responder a intereses concretos, estrechos y particulares, tienden a redactarse para cada situación específica y son excesivas en número, cambiantes, incoherentes, extremadamente complejas y retorcidas.
Con una corrupción política extendida por todos los recovecos (desde anterior Rey al concejal), dieron con sus huesos en la cárcel preferentemente quienes crearon partidos fuera del consenso del sistema, (Jesús Gil, Mario Conde etc.), aunque seguramente no cometieron más delitos que el resto
Innumerables leyes con inconfesables propósitos ocupan interminables páginas de boletines oficiales, creando un sistema legal tremendamente enmarañado, un gigantesco almacén con infinidad de artefactos defectuosos, fraudulentos, de ínfima calidad. La diarrea legislativa es tan abrumadora que se calcula que existen más de 100.000 leyes, normas y regulaciones estatales y otras 350.000 autonómicas (sin contar las ordenanzas municipales). Solo en 2023, se publicaron más de un millón doscientas mil páginas entre normativa estatal y autonómica. Lo advirtió el historiador romano Cornelio Tácito: "Corruptissima re-publica, plurimae leges" (cuanto más corrupto es un país más leyes tiene). El conocido principio “ignorantia legis non excusat” (el desconocimiento de la ley no exime su cumplimiento) posee mucha lógica cuando las leyes son pocas, claras y estables, pero se convierte en un sinsentido cuando son enrevesadas, extraordinariamente cambiantes y se encuentran por centenares de miles.
La hipertrofia legislativa es tal, que seguramente todos, a cada paso, infringimos involuntariamente alguna ley, norma u ordenanza municipal de ese descomunal cuerpo normativo. Se crea así un espacio de discrecionalidad, un instrumento arbitrario que permite al poder aplicar castigos selectivos, perseguir a sus enemigos (en quienes siempre encontrará alguna infracción), mientras hace la vista gorda con los amigos. Los ejemplos abundan en las últimas décadas. Con una corrupción política extendida por todos los recovecos (desde anterior Rey al concejal), dieron con sus huesos en la cárcel preferentemente quienes crearon partidos fuera del consenso del sistema, (Jesús Gil, Mario Conde etc.), aunque seguramente no cometieron más delitos que el resto.
El mundo al revés: nuestro proceso legislativo es demasiado rápido e insustancial y los tribunales de justicia muy lentos. La prudencia aconsejaría lo contrario
Dado que las leyes definen las reglas del juego, su modificación debe realizarse con mucha sensatez y reflexión, tras un serio debate que sopese pros y contras. Pero aquí las leyes (incluso la Constitución) cambian con suma frivolidad, como quién se muda de camiseta, sin considerar que la inversión y la actividad productiva acuden allí donde existe un marco legal estable. El mundo al revés: nuestro proceso legislativo es demasiado rápido e insustancial y los tribunales de justicia muy lentos. La prudencia aconsejaría lo contrario.
Se cree que la aprobación por el Congreso otorga legitimidad, pero, en la práctica, el parlamento no ejerce su función de control para imponer consistencia y sensatez a las leyes que impulsa el gobierno. De hecho, ni siquiera existe el poder legislativo como tal: diputados y senadores, lejos de representar la voluntad popular, se han convertido en una cuadrilla de aprieta-botones a una orden del jefe de grupo, con frecuencia sin conocer el contenido de la ley que están votando. Los debates parlamentarios carecen de argumentos de fondo, pues ni el razonamiento más juicioso y acertado cambiará opinión alguna en la bancada contraria. Si el gobierno carece de mayoría, no intenta convencer: compra los votos faltantes con favoritismos, leyes sesgadas o prebendas. Para mayor gravedad, el órgano que debería ejercer supervisión sobre la producción legislativa, el Tribunal Constitucional, fue capturado por las cúpulas de los partidos y resulta hoy tan certero y fiable como un orangután disparando una escopeta de feria.
Sánchez intentó impulsar la llamada “Ley Begoña”, para entorpecer la actuación de la acusación popular, justo cuando las investigaciones judiciales acorralaban a su esposa. El presidente se arrancaba así el velo de la ignorancia de Rawls, lo rasgaba, pisoteaba y lanzaba ostentosamente a la hoguera
Cuando ya nos consolábamos creyendo que las leyes no podían empeorar, llegó Pedro Sánchez para demostrar que nada es imposible en España. La política fue siempre el Patio de Monipodio, con leyes interesadas y petardistas, pero los tahúres intentaban guardar las formas, intercambiando favores y prebendas bajo la mesa. Sánchez ha inaugurado la moda de extraer el as de la manga sin disimulo, casi con jactancia y ostentación, sacando a la luz todo un reino de enredo, fraude y trapisonda, dónde a nadie se ocultan los intereses beneficiados por cada ley, ni el pago resultante.
Se promulgó la ley de Amnistía sin disimular que se trataba de un indecoroso cambalache de compraventa de votos parlamentarios a plena luz del día. La llamada ley del “solo sí es sí”, o la “ley trans”, demostraron que cualquier texto puede convertirse en ley, por muy disparatado e irreflexivo que sea, mientras la “ley de memoria democrática” reveló que, en lo que se refiere a legislar y reescribir el pasado, la ficción de “1984” de George Orwell puede ser superada y rebasada por la realidad. Sánchez intentó impulsar la llamada “Ley Begoña”, para entorpecer la actuación de la acusación popular, justo cuando las investigaciones judiciales acorralaban a su esposa. El presidente se arrancaba así el velo de la ignorancia de Rawls, lo rasgaba, pisoteaba y lanzaba ostentosamente a la hoguera. Sus leyes ómnibus, capaces de mezclar en el mismo texto asuntos tan dispares como la revalorización de las pensiones con la entrega de un edificio en Paris al PNV, pusieron de manifiesto que los procedimientos se fundamentan en el capricho y la arbitrariedad, mientras las propias leyes tienen como única finalidad asegurar, a toda costa, la continuidad de Sánchez en el poder.
Desgraciadamente, en España solo existe cierta polémica cuando se tramita una ley. Una vez aprobada y publicada, se convierte en las tablas de la ley, que todo el mundo acata acríticamente. Quizá no hayamos llegado al punto extremo de Eichmann, donde la obligación moral sea desobedecer las leyes, pero es un deber cívico criticarlas, protestar con firmeza, denunciar permanentemente que son injustas, ilegítimas, sesgadas, malintencionadas, interesadas y chapuceras. Porque la pasividad implica complicidad en la banalización del mal.
Señalaba Joaquín Costa en “Oligarquía y Caciquismo” (1902) que España requería un “cirujano de hierro” para remediar sus males. Más de un siglo después, lo que realmente necesita es un jardinero de hierro, capaz de podar, seguramente con motosierra, la inmensa jungla legal, esa gigantesca maleza de leyes retorcidas y contraproducentes, hasta moldear un diáfano jardín con pocas leyes, claras, justas y sencillas.