Historia

El Papa 'eterno' que terminó sus días confinado entre los muros del Vaticano

Durante más de treinta años, un solo hombre fue el Vicario de Cristo en la Tierra

  • Pio IX, fotografiado por Adolphe Braun el 13 de mayo de 1875

Este miércoles se iniciará el cónclave que terminará con la elección del que va a ser el Papa número 267 de la Iglesiga Católica. El número 266, el Papa Francisco, falleció el pasado 21 de abril, tras un papado de más de una década de duración. No fue ni mucho menos el papado más corto, 'honor' que recae en Urbano VII, y se quedó también a bastantes años de representar el papado más largo de siempre. 

Porque, durante más de treinta años, un solo hombre fue el Vicario de Cristo en la Tierra. Gobernó en tiempos de imperios tambaleantes, revoluciones incendiarias y nacimientos de nuevas naciones. Su pontificado, el más largo de la historia, pareció eterno. Pero acabó como un símbolo: encerrado, derrotado, sin más reino que unas pocas hectáreas tras los muros del Vaticano. Su nombre era Pío IX. Y estuvo al frente de la Iglesia Católica durante 31 años, 7 meses y 23 días, del 16 de junio de 1846 al 7 de febrero de 1878.

El Papa 'eterno' en una Europa y una Italia que ardían

Fue el Papa número 255 de la Iglesia Católica. Tenía 54 años, joven para el cargo,  cuando fue elegido en 1846. Nacido en 1792, en una Europa donde Francia no iba a tardar mucho en cobrarse la cabeza, literalmente, de Luis XVI y donde a Italia, como tal, le quedaban unos años para existir, gobernó hasta el citado 1878. Todos esos años representaron un periodo de transformaciones profundas en Europa. Su reinado coincidió con la caída definitiva del Antiguo Régimen, la expansión del liberalismo, el auge del nacionalismo y, sobre todo, con el proceso de unificación italiana, que acabaría cambiando para siempre la historia del papado.

Cuando Giovanni Maria Mastai-Ferretti fue elegido Papa, muchos creyeron ver en él a un pontífice moderno, abierto a las reformas. Era carismático y, al principio, incluso simpatizaba con ciertos aires de cambio. Pero todo viró en 1848, cuando las revoluciones sacudieron de nuevo Europa- tras la primera oleada de 1830- y también Roma. El asesinato de su primer ministro y la presión republicana lo obligaron a huir de la ciudad disfrazado, refugiándose en Gaeta, en el Reino de las Dos Sicilias. Desde allí contempló la proclamación de la República Romana, con figuras al frente como Garibaldi o Mazzini. Solo gracias a la intervención militar de Napoleón III, que envió tropas sas, pudo recuperar el trono papal en 1849.

Ese episidio suspuso un antes y un después. Aquel regreso no lo hizo más aperturista, más bien todo lo contrario. Durante los siguientes años, Pío IX se convirtió en el gran símbolo del catolicismo antimoderno. Condenó el liberalismo, el racionalismo y el secularismo en el famoso Syllabus Errorum (1864). Proclamó en 1854 el dogma de la Inmaculada Concepción y, más tarde, la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I (1869–1870), reafirmando su autoridad absoluta sobre un mundo en el que ciertos sectores poco a poco se iban desligando de la obediencia religiosa como único camino.

"Prisionero" en el Vaticano

Mientras tanto, el mapa de Europa se redibujaba. Italia se unificaba, y la recién nacida nación tenía en su agenda la toma de Roma como capital definitiva. En 1870, estalló la Guerra Franco-Prusiana. Entrar en este conflicto fue un error de cálculo de Napoleón III que no supo, no quiso o no pudo ver que Prusia iba a ser pronto Alemania, que ya no era el reino de hacía unos años y que se había convertido en una potencia capaz de mandar en la Europa de las últimas décadas del siglo XIX.  

Con todo, Napoleón III necesitó retirar las tropas que aún protegían al Papa para llevarlas al frente. Italia, por su parte, se alineó con Prusia, y aprovechó la ocasión: las tropas italianas marcharon sobre Roma, defendida solo por un modesto ejército papal de unos 8.000 hombres, que poco pudo hacer ante el avance. El 20 de septiembre de 1870, tras un simbólico cañonazo en la Porta Pia, Roma fue tomada. Los Estados Pontificios, milenarios, fueron absorbidos por el Reino de Italia.

En 1870, estalló la Guerra Franco-Prusiana, y Napoleón III necesitó retirar las tropas que aún protegían al Papa

Pío IX fue el último soberano de los Estados Pontificios. Tras caer Roma se autoproclamó "prisionero en el Vaticano" y nunca más volvió a salir. Rechazó reconocer al nuevo Reino de Italia, mientras el rey Víctor Manuel II establecía en Roma su corte. Confinado en sus palacios, aislado y furioso, el Papa fue testigo del fin de su poder terrenal. Aunque los territorios pontificios fueron incorporados de facto en 1870 al Reino de Italia, la disolución oficial de los Estados Pontificios no llegó hasta el año 1900, coincidiendo con el XXX aniversario de la entrada en Roma.

Falleció en febrero 1878, pero le dio tiempo al menos a ver morir a su gran rival, Víctor Manuel II, que lo había hecho el 9 de enero de ese mismo año. Pio IX se fue de este mundo entre los muros donde él mismo se encerró. Lo que vino después de su muerte fue tan polémico como su pontificado. Su deseo era ser enterrado en la Básilica de San Lorenzo, a algunos kilómetros de la Plaza de San Pedro, es decir, fuera de lo que es el terriorio del Vaticano, algo similar al deseo del Papa Francisco.

Sin embargo, todo lo relacionado con Pío IX en este caso fue muy diferente a lo vivido con Francisco. Hasta 1881, tres años después de su muerte, no pudo hacerse realidad su deseo de ser enterrado 'Extramuros', fuera del Vaticano. Y cuando por fin se llevó a cabo la operación, casi acaba todo mal. En la noche del 12 al 13 de julio de 1881, mientras que se transportaba el féretro, fue atacado por una turba anticlerical que buscaba lanzar el ataúd al río Tíber. Pudo salvarse la situación por la protección de los católicos que acompañaban la marcha fúnebre, pero ese hecho habla de hasta qué punto levantaba odios este Papa en ciertos sectores de la población. Más de un siglo después, en el año 2000, el Papa Juan Pablo II lo beatificó, reabriendo viejas heridas entre quienes lo veneran como un mártir y quienes lo recuerdan como un obstáculo a la modernidad.

Italia y el Vaticano se reconocen mutuamente

La cuestión romana no se resolvió hasta casi medio siglo después. En 1929, el Papa Pío XI y Benito Mussolini, en nombre del Reino de Italia, firmaron los Pactos de Letrán. Con ese acuerdo, la Iglesia reconocía a Italia como Estado soberano, e Italia reconocía la soberanía de la Ciudad del Vaticano, pequeño territorio de 44 hectáreas bajo jurisdicción plena del Papa. La paradoja se cerraba: el último pontífice-rey había muerto sin reino, pero su reclusión terminaría dando origen a un Estado independiente, el más pequeño del mundo, pero con una influencia espiritual universal.

Así terminó el pontificado más largo de la historia. Un reinado 'eterno' que fue testigo del derrumbe del viejo mundo y del surgimiento de otro nuevo, del que el Papa solo quiso ver la condena. Pío IX fue el último pontífice-rey y el primero en perderlo todo. De la gloria a la reclusión, como un emperador vencido, encerrado no por barrotes, sino por la Historia.

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