La televisión sonaba de fondo en el salón. El ruido. Siempre el ruido contra el silencio petrificante. Me encontraba sola en casa. Estaba justo delante del fregadero tratando de retirar con jabón verde los restos marrones que las lentejas recalentadas habían dejado en un plato blanco. La rutina y sus caprichosas tonalidades. Fue entonces cuando me giré al escuchar una frase que llegaba de un informativo recién comenzado: “Dice la juez que la conciliación fue un fracaso”.
Eran las tres de la tarde del martes y no había rastro de nubes en San Sebastián, al menos, en el pedazo de cielo azul al que yo tenía en exclusiva a través de mi ventana. Eso ya era una noticia per se después de un lunes aciago y lúgubre en la ciudad. Sin embargo, era otra la información que me retenía en ese instante. Concretamente, la que hacía referencia al acto previsto entre Miguel Ángel Revilla y el rey emérito. Resulta que la magistrada certificó al fin que no hubo acuerdo de conciliación entre ellos. Algo, por otra parte, previsible y esperado -lo noticioso hubiera sido lo contrario-. Eso es lo que dijo la presentadora del telediario y lo que me hizo reaccionar estropajo en mano. Y no porque me preocuparan esos dos hombres que transitan por los ochenta cada uno a su manera. Para nada. Fue más bien por el impacto que aquella frase provocó en mi subconsciente. Contenía dos palabras que retumban con fuerza en mis oídos de madre: fracaso y conciliación. No es novedoso lo mucho que puede variar el significado de unos términos en función del momento y del lugar en el que repose cada cuerpo.
Si trabajas fuera de casa, te alejas por horas de tu bebé. Si lo haces dentro, te alejas del mundo exterior. Como si te hubiera tragado la tierra cuando, en realidad, cada minuto es una lucha descarnada por regresar a la superficie
Ha pasado poco más de un año desde que di a luz y me quedé en paro, desde que dejé de trabajar en televisión. Un oficio que durante casi dos décadas me absorbió tanto… que acabé llegando tarde a otras tantas citas con la vida. Alumbramiento y desempleo, las dos cosas no fueron instantáneas. Lo segundo vino después de lo primero, aunque, desgraciadamente, yo mantengo que están interconectadas. El caso es que son ya varios meses sin ponerme delante de una cámara. Ahora es otro objetivo -el que conforma la mirada de mi hijo- el que fiscaliza cada uno de mis movimientos y mis fatigas. A él me dedico las veinticuatro horas del día y, aun así, creo que mi conciliación y la gran mayoría son un fracaso porque en todas, sin excepción, se pierde algo en el camino. Si trabajas fuera de casa, te alejas por horas de tu bebé. Si lo haces dentro, te alejas del mundo exterior. Como si te hubiera tragado la tierra cuando, en realidad, cada minuto es una lucha descarnada por regresar a la superficie.
Cómo de antojosa es la memoria que curiosamente aún retengo y recuerdo una fotografía que una conocida actriz española, Bárbara Goenaga, publicó en sus redes hace unos cuantos años. Era una hermosa imagen en blanco y negro del perfil de su barriga hinchada y desnuda y que iba acompañada del siguiente texto: “Este es un mensaje para los productores/directores. Es el tercero, así que sé de lo que hablo. En septiembre estaré igual que siempre. Os espero. Gracias”. Entonces me llamó muchísimo la atención, me sorprendió el atrevimiento, pero ahora la entiendo. Vaya si la entiendo. Porque este recordatorio sigue siendo obligado y necesario en un siglo en el que nos svendemos modernos cuando lo cierto es que somos tan anticuados que convertimos en noticia y hacemos viral un video en el que una famosísima intérprete reflexiona antes las cámaras sobre las grietas que se abren durante la maternidad.
“¿Quién soy cómo madre? ¿Quién soy como esposa? ¿Quién soy en la sexualidad con mi esposo? ¿Quién soy como artista? (…) Es extremadamente aislante”.
Me refiero a la multitud de titulares que ha acaparado esta semana Jennifer Lawrence tras la presentación en el Festival de Cannes de su última película. Un film bajo el título Die, my love que explora precisamente la soledad y los desafíos a los que se enfrenta la protagonista durante el posparto. La artista, que rodó la cinta embarazada, aprovechó la rueda de prensa para hablar abiertamente y con la piel aún tirante, sobre la crisis de identidad que atraviesa una mujer después de parir. “¿Quién soy cómo madre? ¿Quién soy como esposa? ¿Quién soy en la sexualidad con mi esposo? ¿Quién soy como artista? (…) Es extremadamente aislante”.
Seguimos siendo las mismas
Justo el pasado lunes viajé de nuevo hasta aquellas primeras semanas tras dar a luz. Un tiempo que conservo entre tinieblas. Lo hice a través de las lágrimas de una mujer de melena larga y rubia que esperaba frente a mí en una sala del ambulatorio a que le llamara la pediatra. Estaba junto a un chico que intuí su pareja y con su bebé en brazos envuelto en un saco. Ella no podía disimular el llanto ni sus mofletes sonrojados y en una de las veces que le miré sin mirar, la descubrí santiguándose. Sentí un escalofrío. Aquella madre reciente estaba lidiando con su cuerpo, con sus miedos, con las incertidumbres, con la soledad, con las dudas… “¿Cuánto tiempo tiene?, le pregunté. “Diez días”, me respondió. “Mucho ánimo. Todo pasa”, le dije. Hizo un esfuerzo por sonreír.
Escribo esto sentada sobre una piedra gris y buscando respuestas en la inmensidad del mar. El reloj que sobresale en lo alto en el paseo que bordea la playa dice en naranja que son las 17:58 y que la temperatura es de 21 grados. Todo se mueve alrededor. Los pies, los carros, las olas, las conversaciones. Pero, hay una frase que sigue congelada dentro. “La conciliación fue un fracaso”. La del rey y Revilla. Y la de tantas como yo que, aunque hayamos cambiado, seguimos siendo las mismas.