Opinión

Trump es más débil de lo que parece

Es posible que acabe por destruir su propia presidencia en menos de seis meses, él solito, sin ayuda de nadie

  • Donald Trump se hunde él solito -

La segunda presidencia de Donald Trump se acerca a los cien días de mandato. Para los americanos, estos tres meses y poco parecen haber durado años.

Durante los primeros días en la Casa Blanca, Trump dio la impresión de estar actuando de forma decisiva en 26 frentes a la vez. Publicó decenas de órdenes ejecutivas, anunció toda clase de nombramientos atroces y soltó a Elon Musk con una motosierra a eviscerar departamentos gubernamentales al azar. Muchas de las medidas eran extremistas, cuando no abiertamente anticonstitucionales. El presidente quería redefinir la estructura institucional y legal del país a golpe de decreto, y la oposición, aturdida, parecía incapaz de detenerlo.

Tras la hiperactividad presidencial y sus cantos de victoria ante las fuerzas de lo woke y los enemigos de América, sin embargo, Trump se enfrentó con un problema similar al de muchos de sus predecesores: el presidente de los Estados Unidos, en realidad, es mucho menos poderoso de lo que parece. Aunque años de películas, series de televisión y periodistas mal informados han creado la impresión de que la Casa Blanca es el centro del universo, lo cierto es que la Constitución ata en corto al Ejecutivo en muchos aspectos, tanto en atribuciones como en poder político.

El Legislativo americano es una reliquia arcaica con procedimientos legislativos anticuados y muy poco personal. Tiene un ancho de banda muy limitado y muy poca capacidad de redactar leyes complicadas

Para empezar, tenemos el Congreso. Aunque el poder Legislativo ha cedido, a lo largo de los años, mucho poder al Ejecutivo, los inquilinos del Capitolio son la primera institución listada en la Constitución por un buen motivo. En Estados Unidos, el presidente no tiene iniciativa legislativa y depende de sus aliados en las dos cámaras para aprobar su agenda. Y este es el primer problema con el que se ha topado Trump: el Congreso es increíblemente disfuncional. El Legislativo americano es una reliquia arcaica con procedimientos legislativos anticuados y muy poco personal. Tiene un ancho de banda muy limitado y muy poca capacidad de redactar leyes complicadas.

Empeorando las cosas, aunque su partido goza de (exiguas) mayorías en ambas cámaras, sus legisladores son escogidos en distritos uninominales de forma independiente. El presidente puede adularlos, chillarles o amenazarlos con unas primarias, pero no tiene control jerárquico sobre ellos. No puede “echarlos de las listas”, así que cualquier legislación polémica requiere mucha persuasión y negociaciones que pueden durar meses.

La estrategia de Trump para superar este problema era lo que él llama “my big beautiful bill” (mi preciosa gran ley): meter todas sus prioridades en un proyecto de ley reorganizando dramáticamente el gasto público y el sistema fiscal americano, y sacarlo adelante por las bravas. Como era de esperar, la ley se ha encallado en debates interminables, con los republicanos de ambas cámaras peleándose entre ellos sobre su contenido. Es probable que acaben por sacar algo adelante, pero el bloqueo ha hecho mella en la imagen del presidente.

Incluso en materias en las que la opinión pública estaba de su lado, como en inmigración, la Casa Blanca se las ha apañado para pasarse histéricamente de frenada, utilizando tácticas tan autoritarias que generan rechazo incluso entre sus bases

El segundo gran escollo han sido los tribunales. La Constitución americana no permite gobernar por decreto. Las órdenes ejecutivas, en teoría, solo pueden dar instrucciones al gobierno federal sobre cómo implementar leyes. Los intentos de la Casa Blanca de reinterpretar toda clase de conceptos legales, como arrogarse la capacidad de negarse a gastar dinero presupuestado o cambiar el significado de la palabra “discriminación” a su antojo, se han topado con los tribunales, que han paralizado repetidamente sus acciones.

El tercer problema ha sido, previsiblemente, el propio Trump y su peculiar mezcla de maldad e incompetencia. Incluso en materias en las que la opinión pública estaba de su lado, como en inmigración, la Casa Blanca se las ha apañado para pasarse histéricamente de frenada, utilizando tácticas tan autoritarias que generan rechazo incluso entre sus bases. Las deportaciones de inmigrantes legales a una cárcel salvadoreña sin juicio previo ni garantía procesal alguna han asustado incluso a gente que lo apoyó durante la campaña.

En paralelo, hemos tenido los recortes completamente salvajes en toda clase de agencias federales (desde investigación científica hasta bibliotecas públicas o sanidad para veteranos del ejército), pifias extraordinarias por parte de cargos variados de su gobierno, y una política exterior horripilante en Ucrania e Israel.

La guinda final, por supuesto, han sido los aranceles. Trump siempre fue visto como alguien que era un cretino insensato, pero que al menos sabía gestionar la economía. Esa imagen ha saltado por los aires durante las últimas semanas, en las que el presidente ha decidido arruinar la reputación del país y cualquier viso de estabilidad macroeconómica. La confianza de los consumidores ha caído en picado.

Todas estas pifias, bloqueos y pleitos han acabado pasando factura a la Casa Blanca. Trump, durante su primer mandato, tuvo la distinción de ser el presidente más impopular de la historia al cumplirse los primeros cien días de mandato. Este año parece que va a ser capaz de superar su propio récord: apenas un 40 % de votantes aprueba su gestión, y su reputación como gestor de la economía se ha hundido. Incluso en inmigración, su punto fuerte, ronda números negativos en muchos sondeos.

Los presidentes pueden aprender de sus errores y corregir el rumbo, y la economía americana, con apenas un 4 % de paro, gozaba de excelente salud antes de la astracanada arancelaria. Trump puede recuperarse.

Cuando un presidente es impopular, especialmente cuando no puede presentarse a la reelección, su capacidad para convencer a sus compañeros de partido de que apoyen su agenda legislativa se reduce de forma considerable. Muchos republicanos en el Congreso han empezado a quejarse de los aranceles y a pedir algo más de calma; negociar con ellos será cada vez más difícil.

¿Significa esto que la presidencia de Trump está acabada? No, por supuesto. Las divisiones sociales que lo llevaron a la Casa Blanca siguen ahí, al igual que el siempre incapaz partido demócrata. Los presidentes pueden aprender de sus errores y corregir el rumbo, y la economía americana, con apenas un 4 % de paro, gozaba de excelente salud antes de la astracanada arancelaria. Trump puede recuperarse.

Pero este buen hombre es, ante todo, testarudo. Me sorprendería, y mucho, que cambiara de opinión, si no es forzado por los acontecimientos. Si no cambian las cosas, es posible que acabe por destruir su propia presidencia en menos de seis meses, él solito, sin ayuda de nadie.

Tiene su mérito.

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