Friedrich Merz nació el 11 de noviembre de 1955 en Brilon, ciudad del “land” alemán de Renania-Westfalia, en el corazón mismo de lo que entonces era la RFA (Alemania Occidental). Aún no se había levantado el muro de Berlín, pero eran los tiempos más duros de la guerra fría. Friedrich nació en una familia conservadora, irreprochablemente católica y, por así decir, casi aristocrática. Fue el primogénito de cuatro hermanos. Su padre, Joachim Merz, era juez y fue miembro de la CDU (el partido conservador alemán) hasta bien entrado el siglo XXI. Su madre, Paula Sauvigny, pertenecía a una de las familias tradicionales de la alta burguesía de la ciudad. El padre de Paula fue alcalde de Brilon.
El joven Friedrich salió listo, muy alto (mide casi dos metros), católico, conservador y… digamos que un poco gamberro. Esto quizá resulte difícil de entender en un caballero de corte tan clásico como él, que ofrece un aspecto tan serio, pero es la verdad. Parece mentira que un muchacho que se afilió a las juventudes de la CDU cuando tenía 17 años hiciese las cosas que hacía el joven Fritz (diminutivo de Friedrich). Un chaval que organizaba por el barrio carreras de motos con sus amigotes. Un “pieza” que, en las clases aburridas, se refugiaba en la última fila de asientos del aula para jugar a las cartas con los colegas. Un macarrilla que bebía bastante y que luego depositaba lo bebido –vía urinaria, como es natural– en el acuario de la escuela. Lo que se dice un “notas” de mucho cuidado. Claro que por entonces aún lucía una ostentosa mata de pelo que ha ido perdiendo luego, canciller tras canciller. Cuando gobernaba el legendario Helmut Kohl, tenía entradas pero se echaba de ver que allí había habido, alguna vez, un flequillo. Cuando la líder de Alemania era Merkel, la despoblación craneal de Merz era muy notoria. Y ahora que le toca mandar a él, de las pasadas glorias del “motero” solo queda un mechón aislado que le asemeja vagamente a Tintín. Sic transit gloria mundi.
Aquellas “travesuras de juventud” terminaron cuando Friedrich hizo el servicio militar. Allí se acabaron las tonterías. Luego se puso a estudiar, naturalmente Derecho –tradición familiar– en las universidades de Bonn y Marburgo. Tras licenciarse, consiguió ser juez (lo mismo que papá) en la ciudad de Saarbrücken, en el “land” del Sarre, pero aquello no terminó de gustarle: prefirió dedicarse al ejercicio privado de la abogacía para las industrias químicas, actividad seguramente no apasionante pero desde luego sí lucrativa. Eso duró cuatro años, hasta 1989. Ya llevaba unos años casado con Charlotte, a la que ha permanecido unido hasta hoy.
Aquel 1989 fue el año decisivo en la vida política de Merz. Había militado siempre en la CDU, había formado parte de fraternidades universitarias conservadoras, pero el despegue llegó en las elecciones de junio de 1989: fue cuando aquel joven abogado de apenas 33 años que tanto parecía saber de economía y que mostraba unas posiciones políticas muy, muy conservadoras, fue uno de los 81 alemanes que lograron escaño en el Parlamento Europeo. Nadie pareció darse cuenta porque la noticia, en aquellos comicios, era otra: acababan de llegar los primeros eurodiputados españoles y portugueses, recientemente incorporados a la Unión. Pero la carrera política de Merz, antiguo terror de los peces del acuario escolar y ahora convertido en un tipo “honesto, fiable, educado y serio, pero también gracioso” (aunque esto lo dicen sus amigos) acababa de empezar.
En Bruselas y Estrasburgo estuvo cinco años. Pero luego, en 1994, pasó al Bundestag, el Parlamento alemán, que era lo que él quería de verdad. Llamaba la atención por lo inteligente, por lo preparado y por lo enormemente conservador que era. Casi se caía de la mesa política por el lado derecho. Quizá eso le hizo volver a ganar el escaño en las elecciones siguientes, las de 1998, siempre por el distrito de Hochsauerland, en su tierra natal. Merz iba con paso firme: primero lo eligieron vicepresidente y luego presidente del Grupo Parlamentario de la CDU/CSU (la CSU son los conservadores bávaros). Así que le tocó ejercer de “jefe de la oposición” en la Cámara al socialdemócrata Gerhard Schröder, aquel que acabó, al correr de los años, en los peligrosos y lucrativos brazos de Vladímir Putin.
Con el nuevo milenio la carrera de Merz siguió progresando: de hecho le metieron en el “gobierno en la sombra” conservador mientras mandaban los socialdemócratas, pero de repente pasó algo no previsto: apareció una mujer no muy alta, inteligentísima, que tenía una formación en química cuántica, que procedía de la antigua RDA y que miraba desde abajo (pero a Merz todo el mundo le miraba desde abajo, ¡medía dos metros!) con unos ojos y una sonrisa de perro pachón. Se llamaba Angela Merkel y sustituyó a Merz en la dirección del Grupo Parlamentario conservador en la Cámara alemana. Eso es lo que, en política, se llama un hachazo.
Pertenecían al mismo partido, pero eran no solo distintos sino opuestos. Friedrich Merz empezó a buscarse algo que hacer (siempre como abogado) fuera del Bundestag, porque él y Merkel eran como un choque de trenes en espera de un momento en el que ocurrir. El momento llegó en 2009. Merz, harto de aquella señora tan lista que lograba con discreción lo que él intentaba muchas veces a voces, dio un sonoro portazo: dejó el Parlamento y la política todo a la vez, seguramente esperando que alguien corriese a llamarle para pedirle que se quedase.
No apareció nadie. El poder de Merkel era muy grande ya. Aquella mujer de tristes ojos azules se había convertido en una de las líderes de Europa. Detestaba a Merz porque era “demasiado conservador”, según ella. Y él la detestaba porque la canciller, en contra de la opinión de muchísima gente de su propio partido, había decidido que Alemania sería tierra de asilo para alrededor de un millón de inmigrantes que trataban de escapar de la muerte en Oriente Medio y el Mediterráneo. “Podemos hacerlo” (Wir schaffen das), dijo Merkel en 2015, y lo hizo; pero Merz era de los que pensaban, ellos sabrán por qué, que los inmigrantes eran los heraldos del infierno, que es una de las señas de identidad de la extrema derecha. ¿Y qué hizo Merz tras dejar la política con aquel portazo?
Pues hizo algo para lo que demostró una habilidad asombrosa: ganar dinero. Merz puso su experiencia y conocimientos jurídico-económicos al servicio de grandes empresas multinacionales que le hicieron, literalmente, millonario. Entre ellas estaba BlackRock, el mayor fondo de inversión del mundo: Merz dirigió la filial alemana de aquel gigante. Podríamos decir que se bañó en oro. Y pudo cumplir, entre muchos sueños más, uno que tenía desde niño: volar. Friedrich Merz es propietario de dos aviones que pilota él mismo. Buena se armó cuando el potentado se presentó en una boda pilotando su propio avión. Un gasto excesivo y ofensivo, le criticaron. Y él replicó con una de sus sentencias: que su avión gastaba menos combustible que cualquier otro medio de transporte. Quizá olvidó aclarar que eso habría sido verdad si el avión hubiese funcionado a pedales, como la bicicleta que transportó por el aire a ET en la película de Spielberg. Menos mal que la cosa no pasó de ahí.
Tuvieron que pasar diez años, diez eternos años, antes de que Angela Merkel, cansada y desgastada, anunciase que no se presentaría a una nueva reelección (llevaba cuatro mandatos seguidos: ningún canciller ha gobernado tanto tiempo en la Alemania democrática) para que Friedrich Merz anunciase que volvía a la arena política. Sin Merkel, él sí estaba dispuesto.
Se postuló para presidir la CDU en 2020, cuando el mundo estaba encerrado en casa por culpa de la pandemia. Quizá ladró demasiado contra Merkel, porque perdió la elección frente a Armin Laschet, más moderado. Pero a Laschet se lo llevó la derrota electoral de 2021, y en ese momento llegó la hora del bravo, impetuoso, emotivo y volandero Friedrich Merz. En 2022 lo eligieron para liderar el partido. En 2024 lo escogieron como candidato para las elecciones generales del año siguiente. Y hace unos días ganó esas elecciones.
Siempre ha estado bastante claro que, de todos los políticos conservadores alemanes, Friedrich Merz es el que menos ascos les hace a los ultraderechistas de la AfD. De hecho, hace unas pocas semanas (antes de las elecciones) Merz propuso un endurecimiento de las leyes de inmigración… apoyándose en los votos de la AfD. De todos es sabido que todos los partidos alemanes mantienen con la AfD un “cordón sanitario” y nunca gobiernan con ellos, en ningún sitio. Esta era la primera vez que alguien se atrevía a cuestionar ese aislamiento. El escándalo fue de tales dimensiones (cientos de miles de personas en manifestaciones callejeras) que Merz, candidato a canciller en la recientes elecciones, tuvo que repetir veinte veces que bajo ninguna circunstancia pactaría con la extrema derecha de Alice Weidel. Quizá no fue del todo sincero, pero el caso es que le creyeron. Y le votaron.
Cuando se escriben estas líneas, el antocomunista visceral Merz, el azote de los inmigrantes, el ultraliberal, el que pretende acabar con el subsidio de desempleo, ya ha empezado a negociar con los socialdemócratas para formar, otra vez, una “gran coalición” que convierta en inútiles los 152 escaños logrados por las escuadras de Weidel.
Es probable que lo consiga y que se convierta en uno de los líderes de Europa en los turbulentos tiempos de Trump. De momento, es indiscutible que ha regresado. Y para quedarse todo el tiempo que pueda.
* * *
El perro pastor alemán, también llamado ovejero alemán o alsaciano (Deutscher Schäferhund) es uno de los perros más conocidos del mundo. También de los más bellos, eso no es fácil de discutir. No todo el mundo sabe, sin embargo, que es una raza “inventada”, creada artificialmente mediante cruces y selecciones por un noble, militar y criador alemán, Maximilian von Stephanitz, a finales del siglo XIX. Esto, si bien se mira, sucede con la práctica totalidad de las razas de perros que hay en el mundo, ya que todas ellas, desde el gran danés al caniche, proceden de un único animal: el lobo.
Von Stephanitz quería crear un perro para vigilar el ganado. Buscaba que fuese razonablemente grande, ágil, fuerte, obediente pero de firme carácter: un perro capaz de imponerse a los lobos que atacaban a las ovejas.
Lo consiguió. El único problema es que le salió un perro demasiado bonito. Precioso. En pocos años, todo el mundo quería tener un pastor alemán. Es obligado decir que “Blondi”, la perra a la que tanto quería Hitler, era de esa raza. Y comenzaron a hacerse las cosas mal: empezaron los cruces, las mezclas de sangres y de genes, y la raza inventada por Von Stephanitz se deterioró muchísimo. Empezó a fallar por donde ha fallado siempre: por las patas de atrás y por la cadera, que se debilitaron mucho generación tras generación.
Solamente en las últimas décadas, a finales del siglo XX, comenzó a tener éxito la recuperación, el regreso de la estirpe originaria, o al menos de sus características más singulares. Costó mucho esfuerzo pero el obstinado, fuerte, juguetón (un poco gamberro, aunque no haga pis en los acuarios de nadie), fidelísimo, emotivo y también feroz pastor alemán, ha regresado. Ahora vamos a ver la suerte que tiene; esperemos que no lo dediquen a morder a los inmigrantes en las fronteras.