Opinión

Señoritas, no

Me molesta que lo traten de manera tan desconsiderada quienes buscan, como torpe tapadera, otras locuciones que consideran más suaves

  • Jésica Rodríguez, amante de pago -

Hace tiempo que escribí un artículo elogiando la rara habilidad del “palabrero” de Moncloa: un experto manipulador de los conceptos, encargado de jugar con las palabras para dar gato por liebre al ingenuo lector que cae en sus manos. Como ejemplo cité el trabajo artesanal que realizó con ocasión de la venida a España de Brahim Gali, líder del Frente Polisario, en abril de 2021. Se trató de un viaje secreto -por cierto, no el primero que hacía- realizado con pasaporte falso. Marruecos lo supo y se enfadó. Mucho. Así que el “palabrero” fue comisionado para disimular lo sucedido. Y lo hizo. Los medios afines al Gobierno, hoy calificados por algunos como ENOS (Equipo Nacional de Opinión Sincronizada) difundieron la consigna recibida: el viaje no había sido secreto sino “discreto”, y en el pasaporte no figuraba un nombre falso sino “diferente”. Era un buen trabajo. Pero los marroquíes -menudos son- no tragaron. Y la pobre ministra de Asuntos Exteriores, tras una breve pausa para cubrir las apariencias, tuvo que hacer las maletas.

Desde entonces, el “palabrero” se ha lucido en varias ocasiones, con hallazgos relevantes para ofrecer al ENOS la munición dialéctica que tanto precisaba. Un buen ejemplo de todo cuanto digo sucedió cuando la directora del CNI, Paz Esteban, tuvo que ser sacrificada. Doña Paz era la primera mujer que dirigía esa importante institución, y había recibido los más cálidos elogios por parte de la superioridad. Pero un buen día, los separatistas catalanes exigieron su destitución. Y no hubo más remedio -quien manda, manda- que decretar el cese fulminante de la directora de La Casa. Qué papelón. ¿Cómo podían salvar la cara quienes le habían dedicado tantas y tan calurosas alabanzas? De nuevo, el “palabrero” encontró la solución: la señora Esteban no ha sido destituida, dijo, sino “sustituida”. Y así, mediante esta sencilla operación de trampantojo, todos quedaron tan contentos.

El término sugerido para enmascarar ese atropello, que muchos consideran una profanación, no ha sido brillante. Quizá, pienso yo, porque el experto no ha actuado en este caso desde la soledad de su despacho, sino en colaboración con la Conferencia Episcopal

Hay muchos casos más, incluyendo uno realmente notable: el de David Sánchez Pérez-Castejón. El pasado mes de enero, la magistrada que investiga le preguntó dónde se ubicaba la Oficina de Artes Escénicas, de la que era titular, y en qué consistían exactamente sus tareas. El señor Azagra -su nombre artístico- dijo no saber ni lo que hacía ni dónde ni con quién realizaba su trabajo. Media España tomó a chufla esas salidas -la otra media también, aunque estos últimos disimulaban- y los memes más crueles circularon por doquier. Lo grave es que la cosa no terminaba ahí: el compositor debía comparecer para una nueva declaración el 25 de abril, donde volvería a ser interrogado. Así que el “palabrero” se puso a trabajar, a fin de ofrecerle su preciosa ayuda. Como estaba previsto, doña Beatriz Biedma, magistrada titular del juzgado de instrucción nº3 de Badajoz, volvió a inquirir detalles sobre las funciones concretas del señor Azagra quien, ahora convenientemente aleccionado, le dio la respuesta que buscaba: su oficina realizaba “un paraguas de actividades”. La idea del paraguas me parece una auténtica creación. De ahí mi reconocimiento más sincero de las habilidades y destrezas de ese funcionario monclovita, fértil en astucias, capaz de aderezar sin moverse del despacho semejantes gatuperios.

Sin embargo, no todo pueden ser elogios: hay dos casos en que el “palabrero” no ha estado fino. El primero, calificar de “resignificación” el atentado contra la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. El término sugerido para enmascarar ese atropello, que muchos consideran una profanación, no ha sido brillante. Quizá, pienso yo, porque el experto no ha actuado en este caso desde la soledad de su despacho, sino en colaboración con la Conferencia Episcopal. De ahí que el compromiso alcanzado, tras el tira y afloja que supongo, deje bastante que desear. A mí, que ya tengo una edad, el invento me trae a la memoria aquellos entrañables trabalenguas de la infancia: “el cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará…”. ¿Recuerdan? Ahora, a la vista del engendro lingüístico concebido, podíamos terminar el acertijo como habríamos hecho hace setenta años: “el desresignificador que lo desresignifique buen desresignificador será”. En fin, ya veremos qué decide el nuevo sucesor de San Pedro. Pero convendrán ustedes conmigo en que eso de la “resignificación” se las trae.

La segunda referencia que no puedo aceptar, y que constituye el encabezamiento del papel que estoy redactando esta mañana de lluvia, es llamar “señoritas” a las meretrices que ocupan las páginas con que han abierto sus reseñas los medios nacionales, y algunos extranjeros, en las últimas semanas. Señalo sólo tres casos, aunque hay más. Vuelven a calificar de “señoritas” a las que en su día participaron en las cuchipandas sanchistas de Canarias; se ha declarado ante el Supremo la existencia de un piso con “señoritas” en la calle de Atocha, al que tenían los de la trama que se está investigando; y, finalmente, una docena de periódicos, amén de incontables mensajes plantados en las redes, aportan todos los detalles sobre una furgoneta con “señoritas” traídas de Valencia, que, según ellos, alegraron una ya famosa noche en el parador nacional de Teruel.

Ésa fue la frase que imaginaron para no manchar sus bocas con el taco que yo, todavía sin haber cumplido los tres años, tan generosamente prodigaba. A partir de aquellas fechas, siento el máximo respeto por ese noble vocablo, de tan larga tradición en nuestras letras

Hace más de setenta años, mi madre -bendita sea su memoria- me contó, entre risas suyas y mías, que, apenas enderecé los pasos, en plena guerra civil, copié de otros chiquillos -los niños de entonces lo aprendíamos pronto todo- a decir “puta”, y lo iba soltando por la calle cuando menos se pensaba. Mis dos hermanos mayores -ambos enseñan actualmente 92 y 93 esplendorosos años- al oírme, acudían corriendo a casa, confundidos y escandalizados: mamá, Pepe está diciendo “la palabra de siempre”. Ésa fue la frase que imaginaron para no manchar sus bocas con el taco que yo, todavía sin haber cumplido los tres años, tan generosamente prodigaba. A partir de aquellas fechas, siento el máximo respeto por ese noble vocablo, de tan larga tradición en nuestras letras; y me molesta que lo traten de manera tan desconsiderada quienes buscan, como torpe tapadera, otras locuciones que consideran más suaves.

De ahí que concluya estas cuartillas con una súplica dirigida a mi irado “palabrero”. Mire, esa rotunda, sonora y contundente expresión que acabo de citar, tan ampliamente utilizada por nuestros clásicos del Siglo de Oro, es sin duda la que tiene mayor número de sinónimos en el riquísimo idioma español. Sus tres formulaciones principales, según el excelente diccionario con que cuento, acumulan nada menos que 90 variantes. A ellas hay que añadir las que Cela incluye en su libro Izas, rabizas y colipoterras, donde figuran algunas otras formas menos conocidas. Por tanto, dispone usted un amplio muestrario para elegir el término que más le agrade (los hay muy divertidos). Pero, por favor: “señoritas”, no.

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