Los balances culturales del siglo pasado suelen pasar por alto el éxito intelectual y religioso de la teología española. No es que nos falten eminencias en el pasado, pero en esa centuria nos hemos encontrado, en especial desde las guerras civil y mundial, con una excepcional pléyade de pensadores cristianos –desde Pagola a Juan Mateos, desde Castillo a Estrada, desde Caffarena a Torres Queiruga y tantos otros—por lo general encaramados en la también insólita generación europea –católica y protestante-- de los Hans Küng, los Bultmann o los Schillebeeckx, entre tantos. Un fenómeno desconcertante –o quizá no tanto, quién sabe- en medio de la secularización masiva que viven nuestras sociedades. Al margen de la Iglesia romana, en la mayoría de los casos, esos pensadores españoles han introducido en el futuro una perspectiva nueva al ideario tradicional, que propone una visión fraterna, comunitaria, frente o fuera de una herencia en trance de colapso espiritual.
Por eso ha podido llamar la atención el mensaje que, en uno de los más acreditados lugares de la prensa española, ha publicado –precisamente el Domingo de Resurrección—el padre Pablo D’Ors, un sacerdote de indudable talento, también automarginado, cuya biografía testimonia una inequívoca vocación cristiana, expresada en una abnegada idea de servicio a los demás, de la que, poco a poco, ha ido alejándose hasta abismarse en un orientalismo más cercano al yoga y a los diversos quietismos que a un cristianismo al que, por otra parte, no tengo noticia de que nunca haya renunciado formalmente.
El padre Pablo D’Ors –no confundir con Miguel D’Ors—expresa con vehemencia su utopía proponiendo la recreación de la reconocida (y algo extravagante) experiencia del Monte Athos, esa fascinante imagen de la comunidad eremita, en el molde de sus “Amigos del desierto”, ensayo actual de un neomonaquismo centrado en la práctica de una “meditación” capaz de aislar por completo al hombre de una Razón a su juicio perturbadora, y atenta sólo –como querría Simone Weil—a un “estar atentos”, es decir, a una fuga de sí mismo con un incierto rumbo al “annéantissement” de un Charles de Foucault o de un Francisco de Sales por no hablar de la clásica cohorte de nuestro siglo XVI. Percepción, sentimiento: nada de reflexión mientras se medita, lo más lejos posible de la “dispersión” que aquel imprescindible ejercicio provoca, desmayo activo –D’Ors la llama “escucha activa”—, huida de sí mismo hasta conseguir el sublime naufragio del “yo” íntimo en el supremo e insondable abismo del silencio interior y exterior.
Una visión que, proyectada en el misterioso hondón que la realidad oculta, ofrece al piadoso abrumado por la incertidumbre el clavo ardiente fundido en la ardiente soledad
Nada, pues, de “el otro”, ni rastro del necesitado, ni siquiera un eco de la heroica fraternidad con la que el propio D’Ors bregó en sus inicios: simplemente el “yo” reencontrado, los neomonjes madrugadores haciendo “estiramientos” (¡) en ayunas: los tres intentos de su hermosa trilogía – Teología del fracaso, Teología de la ilusión y, por fin, Teología del silencio—sublimados en el páramo, tan egoísta en el fondo, de una experiencia equidistante de su maestro Salmann. El viejo luchador, el altruista comprometido de otro tiempo, reeditado ahora en una versión más cerca de John Lennon y de la reina Federica que del consagrado cenobita, inaugurada, al menos en el arte, por el santo Antonio Abad. Y con la bendición del papa Francisco y el anatema de algún señero monseñor del integrismo español para mayor confusión.
Para más de un lector afecto esta pirueta nihilista no dejará de constituir un escándalo, mientras para quienes no ponemos puertas a ese campo minado que es la experiencia, sólo puede suponer una fervorosa estupefacción. No es cosa de olvidar, en todo caso, que cada cual busca y rebusca en la niebla como Dios le da a entender y que, en consecuencia, todo lo que suponga intento salvífico constituye un derecho que no ite replica. D’Ors ve en el silencio y el retiro, en la soledad profunda del desierto, tal como, en fin de cuentas, lo vieron la doctora Teresa o el doctor Eckart, una visión que, proyectada en el misterioso hondón que la realidad oculta, ofrece al piadoso abrumado por la incertidumbre el clavo ardiente fundido en la ardiente soledad. Suena raro en un Domingo de Resurrección pero, qué quieren, al papa Francisco no pareció disgustarle la propuesta. Está visto que la galopante desacralización tiene recursos que no alcanza ni la más extremada fantasía.