Su primer viaje, que emprendió cuatro meses después de su elección, dejó perfectamente claro cuáles eran las prioridades del nuevo pontífice. Viajó a la diminuta isla de Lampedusa, donde entonces se hacinaban miles de inmigrantes rescatados del Mediterráneo en su intento por llegar a Europa. Dijo misa en un altar hecho con restos de barcas recuperadas del mar. Tronó allí contra el egoísmo, contra el desprecio de los poderosos por la vida de los demás, contra el cainismo, y se preguntó, dramático: “¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, los que iban en la barca?”. Definitivamente, aquel argentino tan fácil de indignar no era Ratzinger. Ni tampoco Wojtyla.
Hizo 47 viajes, pero su concepto de las visitas papales era totalmente distinto del de sus predecesores. Su prioridad no era llenar estadios, ni batir récords de asistencia, ni apoyar al oscuro movimiento de los kikos en sus multitudinarias Jornadas Mundiales de la Juventud. Iba a donde sentía que podía ayudar, que hacía falta. Nunca viajó a España, como sí hicieron varias veces sus dos predecesores. Ni al Reino Unido. Ni a Alemania. Ni Australia. Tenía claro que allí le iban a tratar muy bien, pero no le gustaban los viajes lujosos a países ricos. Sí viajó a sitios mucho más difíciles y con pocos católicos, como Sudán del Sur, Turquía, Myanmar, Marruecos, Mongolia, Macedonia del Norte, Kazajistán o Irak. Y quizá sea esto lo más significativo: mientras que Juan Pablo II viajó hasta nueve veces a su Polonia natal, y el alemán Benedicto XVI visitó en tres ocasiones Alemania, el argentinísimo Bergoglio nunca volvió a poner los pies en Argentina. Visitó casi todos los países del cono Sur, pero no su patria. Aunque está claro que se moría de ganas…
Pero la gran batalla era la reforma de la Curia, un organismo gigantesco que parece funcionar solo y con voluntad propia, como El castillo en la novela de Franz Kafka. Para emprender su reforma, lo primero que hizo Francisco fue crear un Consejo de Cardenales formado por ocho personas, para que nadie pudiese decir –aunque sí que lo dijeron, desde luego– que aquella era una guerra personal del Papa. Se creó una comisión especial para perseguir los abusos sexuales dentro de la Iglesia y a los curas pedófilos. Constituyó otras tres comisiones para tratar de descubrir qué rayos pasaba en el IOR (el banco del Vaticano) y en las complicadísimas, oscuras finanzas de la Iglesia. Creó, rehízo, fusionó o jubiló varios dicasterios (ministerios) de la Curia, aquel monstruo de más de 4.000 personas. Tardó nueve años, pero acabó por derogar completamente la constitución apostólica “Pastor bonus”, uno de los mayores goles que le metieron (o que se dejó meter) Juan Pablo II: un documento elaborado por la Curia en el que se definían precisamente las funciones de la Curia. Y hecho a medida de la propia Curia, como cabía imaginar.
El Papa y Kiko Argüello, un hombre de su edad pero un visionario sobre cuya estabilidad emocional ha habido siempre muchas dudas, quedaron mirándose como dos bisontes que no se atreven a embestirse. Ninguno de los dos podía con el otro y ambos lo sabían
El papa Bergoglio emprendió una batalla aún más difícil: someter, o al menos disciplinar, a los movimientos “neocons” a los que Juan Pablo II había dado prácticamente todo lo que querían. Es fama que José Francisco Kiko Argüello, creador y líder absoluto del Camino Neocatecumenal (los célebres kikos, más de un millón de personas en todo el mundo), sufrió uno de sus célebres ataques de ira en la misma noche en que Bergoglio fue elegido Papa, salió al balcón y dijo su famoso “Buenas tardes”. Argüello, fuera de sí, gritó entonces cosas impublicables. Pero Francisco no se atrevió a “meterles en cintura” como había hecho con otros. Eran demasiados y demasiado poderosos. Se reunió con ellos y les dio las gracias por su trabajo, pero les advirtió con toda claridad que debían integrarse en las parroquias bajo la autoridad del obispo, no formar comunidades aparte de tinte casi sectario, como hasta ese momento. Y añadió que la liturgia católica era la que era, no la que se había ido inventando Argüello, con sus túnicas y sus cánticos guitarreros. El Papa y Kiko Argüello, un hombre de su edad pero un visionario sobre cuya estabilidad emocional ha habido siempre muchas dudas, quedaron mirándose como dos bisontes que no se atreven a embestirse. Ninguno de los dos podía con el otro y ambos lo sabían.
Un trato diferente reservó Francisco al Opus Dei, la elitista y poderosísima organización ultracatólica fundada por el cura aragonés José María Escrivá de Balaguer, a quien Juan Pablo II beatificó y poco más tarde canonizó como San Josemaría. El Papa polaco, que al ser elegido se había encontrado las finanzas de la Santa Sede en un estado calamitoso, puso la gestión de los dineros de la Iglesia en manos de la Obra fundada por Escrivá. E hizo muy pocas preguntas. Funcionó: en no demasiados años, la Iglesia católica se convirtió en un saneadísimo negocio. Juan Pablo II premió a los diligentes y eficaces escrivanianos dándoles todo lo que querían: la elevación de su fundador a los altares y su constitución como “prelatura personal”, ajena a las diócesis; una invención jurídica que solamente ellos tenían y que les convertía en una especie de planeta extrasolar que giraba alrededor de la Iglesia: dependía de ella y pertenecía a ella, sí, pero… a cierta distancia.
Francisco desandó ese camino. Por primera vez se negó a hacer obispo al nuevo prelado del Opus Dei, Fernando Ocáriz, sucesor de Javier Echevarría, Álvaro Portillo y el propio Escrivá. Después inutilizó la “Prelatura personal” y puso a la organización de Escrivá a las órdenes de la Congregación del Clero, un organismo vaticano. Les obligó a presentar cada año un informe sobre el estado de la organización, sus actividades y sus planes. Le dijo con claridad que pasaban a depender de los obispos de cada diócesis, ya no podían ir “por libre”. Intervino en sus estatutos, que hubieron de cambiar. Les avisó de que su funcionamiento había de basarse en el carisma, no en la jerarquía organizativa (todo lo contrario de lo que había establecido el papa polaco) y, finalmente, en los últimos meses se ha producido la “irrupción” del obispo de Barbastro en el santuario de Torreciudad, la joya de la corona del Opus Dei en el mundo. Todo esto era inimaginable hace quince años.
Su interpretación de que la Comunión no es un premio sino un alimento para el que lo necesita, su terminante y casi furiosa persecución de los curas pederastas en todo el mundo… y su constante, incesante, permanente grito contra la pobreza, contra la desigualdad y contra la injusticia
Son dos ejemplos, aunque hay más. Lo que demuestran es la extraordinaria habilidad que tuvo siempre el papa Bergoglio para ganarse enemigos poderosos.
Hay que añadir a esto su actitud comprensiva hacia los homosexuales, su posición avanzada sobre la mujer (“una Iglesia sin la mujer no es Iglesia”, dijo), su petición de perdón a los pueblos indígenas, su airado deseo de que ningún cura se niegue a bautizar a un niño nacido de una pareja no casada, su interpretación de que la comunión no es un premio sino un alimento para el que lo necesita, su terminante y casi furiosa persecución de los curas pederastas en todo el mundo… y su constante, incesante, permanente grito contra la pobreza, contra la desigualdad y contra la injusticia. Y contra los gobiernos del mundo que, a su juicio, propician todo eso. Entre ellos, el argentino. La última embestida del ya anciano Francisco ha sido contra Donald Trump y su empeño en echar del país a los inmigrantes. Bergoglio por ahí no pasaba. Increíblemente Trump se abstuvo de insultarlo (al menos en público), que es lo que hace siempre.
Y sin embargo Francisco no fue nunca un extremista en términos morales. Estaba frontalmente en contra del aborto y de la contracepción. No ha querido o no se ha atrevido a abolir el celibato de los curas, y tampoco ha movido ficha en el desafío de la ordenación sacerdotal de las mujeres. Francisco podría ser muchas cosas, pero desde luego no era un revolucionario peligroso.
Dio lo mismo. El resultado de aquellos combates (no es fácil hallar otra forma de llamarlos) fue que se produjo una situación sin precedentes en la Iglesia, algo que no había sucedido en casi dos siglos. Durante todo ese tiempo ha regido una norma no escrita que siempre se había cumplido: la Iglesia hace lo que dice el Papa. Sea el Papa que sea y diga lo que diga, aunque contradiga frontalmente lo que habían dicho sus predecesores. La Iglesia obedece. La Iglesia, o mejor dicho sus dirigentes, nunca, nunca han criticado pública y abiertamente al Papa al menos desde que Pío IX, en 1870, se empeñó en que los cardenales aprobasen el dogma de la infalibilidad pontificia, y muchos de ellos no estaban de acuerdo. Fue la última vez. Desde entonces, al menos de puertas para afuera, todo son alabanzas, parabienes y devoción fraterna.
De puertas para dentro es otra cosa, desde luego. Cuando el anciano Juan XXIII, a quien eligieron para que fuese un Papa breve e irrelevante, se empeñó en convocar el Concilio Vaticano II y puso la Iglesia patas arriba, muchos pesos pesados del conservadurismo “piodocista” (de nuevo la todopoderosa Curia) pensaron que se había vuelto loco y trataron de parar aquello. Y nada menos que Pablo VI, ante las maniobras oscuras que aquellos mismos le montaban en casa, tuvo que pedir a los fieles, con los ojos húmedos, que “amasen al Papa”; lo hizo en 1966.
Aún se recuerda el gesto de severidad de ambos cuando el papa Bergoglio, ya en silla de ruedas por culpa de su rodilla, “presidió” el funeral por Benedicto XVI, el 5 de enero de 2024, aunque no intervino en la celebración eucarística
Pero esa norma se ha roto con Francisco. Numerosos cardenales, demasiados, han levantado la voz contra el Papa argentino acusándolo, en varias ocasiones, poco menos que de hereje. La mayoría, de excesos doctrinales contrarios a la doctrina de la Iglesia. Y todos, de poner en peligro a la institución misma. Los más relevantes fueron el estadounidense Burke, los alemanes Müller y Brandmüller, el italiano Caffarra, el mexicano Sandoval, el hongkonés Zen-Ze-kiun, el húngaro Erdo (hoy es uno de los “papables”) y, quizá el más peligroso de todos, el curial guineano Robert Sarah; este se atrevió a publicar un libro que, según dijo, estaba escrito a medias con el Papa emérito, Ratzinger, criticando durísimamente a Francisco. Lo de Ratzinger era mentira, desde luego, pero el daño ya estaba hecho. Aún se recuerda el gesto de severidad de ambos cuando el Papa Bergoglio, ya en silla de ruedas por culpa de su rodilla, “presidió” el funeral por Benedicto XVI, el 5 de enero de 2024, aunque no intervino en la celebración eucarística. Quien sí dijo parte de la misa fue Sarah. Nadie entendía qué hacía allí el guineano, si no le podía ni ver. Y no le vio. Ni se saludaron.
Es una ya vieja broma (¿de verdad es solo una broma?) que había muchísima gente (cardenales, obispos, órdenes o congregaciones religiosas enteras) que rezaban devotamente al Señor para que se llevase consigo al Papa Francisco… cuanto antes. Jorge Mario Bergoglio ha tenido una gran popularidad entre la gente, entre los fieles e incluso entre los no creyentes, pero ha suscitado una seria animadversión dentro de la propia Iglesia, sobre todo en el sector más “juanpablista”. Muchos le acusaron de dictador, de tirano. No les faltaba cierta razón. Francisco, empeñado desde el principio en la “sinodalidad” supuestamente más democrática y participativa, no tardó en darse cuenta de que sus enemigos (porque eran enemigos) aprovechaban ese afán de colegialidad para quitarle la silla cuando se iba a sentar, para ir contra él. Y tiró por la calle del medio: muchas veces usó su poder para conseguir lo que quería, para hacer lo que sabía que había que hacer, pasando por encima de las formas. Algo completamente lógico en un hombre de fuerte carácter que nunca quiso ser Papa y que hacía aquel trabajo poco menos que por obligación. No a la fuerza, pero sí por obligación. No le tembló la mano cuando fulminó al cardenal Bernard Law, antiguo cardenal de Boston y protector de curas pederastas. Ni cuando hizo procesar (y luego encarcelar) al cardenal italiano Becciu por sobornos y malversación de fondos. Todo un carácter, pues.
Gente de confianza
El papa Francisco ha muerto sin tener junto a sí a nadie de su absoluta confianza. Nunca quiso contar con alguien demasiado “indispensable”: lo que fue un Georg Gänswein para Benedicto XVI, un Pasquale Macchi para Pablo VI o una Pasqualina Lehnert para Pío XII. Esa soledad esencial le ha hecho sufrir mucho durante los últimos años.
Quiso cambiar las cosas. Pero cambiarlas de verdad, no maquillarlas para que todo siguiera igual que estaba antes de él. Solo el tiempo dirá si lo consiguió. El llamado “Papa de la primavera” o “papa de la gente” elevó a los altares a más santos que nadie (era muy difícil batir el récord de Juan Pablo II, pero lo logró), entre ellos a su irado Pablo VI, para lo cual tuvo que “forzar” un poco las normas vaticanas sobre ese asunto. Pero hizo algo que, de un modo u otro, han hecho todos sus predecesores, al menos desde Juan XXIII: tratar de garantizar la continuidad de su obra mediante el método de nombrar una gran cantidad de cardenales que, llegado el momento del cónclave que ahora se avecina, pudiesen votar por alguien en quien él mismo habría confiado.
Ahora mismo se van a reunir, salvo enfermedades y posibles fallecimientos de última hora, 135 cardenales para elegir al nuevo Pontífice. De ellos, solo cinco fueron creados por Juan Pablo II, y 23 por Benedicto XVI. Todos los demás, es decir 110, han sido nombrados por Francisco… en nada más que doce años. Según eso, cabría pensar que el sucesor del Papa argentino seguirá su línea. Pero en la Iglesia todo el mundo sabe que eso no ha funcionado jamás. Ahora mismo, la inmensa mayoría de los 138 cardenales electores no se conocen entre sí, a duras penas han oído sus nombres y no tienen ninguna experiencia en cónclaves. Nadie sabe lo que puede pasar. Las habituales “quinielas de papables” son, esta vez, más difíciles que nunca.
Jorge Mario Bergoglio, Papa Francisco, ha muerto trabajando, saliendo al balcón y desobedeciendo a los médicos. No llegó a renunciar, aunque dijo varias veces que lo haría e incluso tenía firmada su carta de abdicación por si acaso llegase a encontrarse impedido. Además de la soledad y de las duras limitaciones físicas, el papa Francisco se ha ido con un último e íntimo dolor atravesado en el corazón: no haber vuelto nunca a Argentina, el único lugar del mundo en que fue verdaderamente feliz. Que la tierra le sea leve.
fede_merino
22/04/2025 09:11
"Bergoglio ha sido al final (y sin salir de aquí) el Papa de Otegui, del PSOE, de los cómicos comecuras de la SER y de quienes no entrarían a una iglesia si no es para quemarla o profanarla. Lo que exactamente ha pasado." https://gaceta.es/opinion/franciscus-20250422-0600/
Perhaps
22/04/2025 09:17
Cuando los eligen se les pregunta si aceptan, si él no quería bastaba con decir "no".
elias2021
22/04/2025 10:13
Le estáis haciendo una limpieza de cara sin tapujos. Lo que hay que leer, de verdad! Aquí algo real sobre su herencia: https://eldiestro.info/2025/02/tanta-paz-lleves-como-dejas-peltudo/
malferit
22/04/2025 20:34
¡Claro que no quería ser papa! Por eso se postuló en dos ocasiones... y cuando fue elegido, aceptó.