Internacional

El último saludo a Francisco

El funeral reúne en Roma a jefes de Estado, reyes, monarquías no reinantes, organizaciones internacionales y líderes de todo el mundo

En la película Mamma Roma, Pier Paolo Pasolini describe minuciosamente la muerte de Ettore, un chico de suburbio en una ciudad donde impera el proletariado. Son los años sesenta, y él sobrevive gracias a pequeños delitos. Ni siquiera su madre, en un arrebato a la desesperada por redimirlo, conseguirá salvarlo. El niño muere como un Cristo de periferia. En cierta manera yace crucificado. Parece sacado de los pinceles de Andrea Mantegna. La muerte como liberación, y no como condena. La vida como una penitencia dura e innecesaria, sin causa ni solución. Quizás porque el cristianismo es incompatible con el capitalismo. Hoy más que nunca. 

“La vestimenta (de seda y oro) que realicé en su día para Francisco, usada ahora para la sepultura, me ha hecho reflexionar. He colaborado con los dos últimos Papas, y quiero explorar cosas nuevas. No sé qué hacer”. Estas palabras, que expresan duda, son de Filippo Sorcinelli, el famoso estilista que también ha dejado su sello en las exequias del Santo Padre, un ritual celebrado por Giovanni Battista Re, el cardenal regente de una ceremonia repleta de jefes de Estado, reyes, monarquías no reinantes, organizaciones internacionales y líderes de todo el mundo. 

Sí, todos en Roma. Desde Trump y Melania hasta von der Leyen, pasando por Macron, Orban, Meloni, Zelensky, Biden, Javier Milei, Mattarella y el Príncipe William. Por supuesto, también una importante delegación española, encabezada por los Reyes Felipe y Letizia, y completada por las vicepresidentas del Gobierno -María Jesús Montero y Yolanda Díaz-, además de Félix Bolaños (ministro de la Presidencia) y el líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo. 

No ha asistido Pedro Sánchez para mostrar las condolencias en este histórico sábado soleado con sabor a despedida sacra. Antes del último adiós en la plaza, del corteo fúnebre para trasladar la salma al sobrio sepulcro realizado de Santa Maria la Mayor- situado en el lóculo entre las capillas Paolina y Sforza- varias fotografías ilustraron los pomposos funerales, custodiados por las imponentes columnas de Bernini. Ahí emergió el ataúd con encima el Evangelio. También estaba presente en el sagrado de la Basílica el icono mariano de la Salus Populi Romani, siempre tan querida y cercana a Bergoglio. Ese enorme cuerpo muerto rodeado de casi mil celebrantes -entre sacerdotes, cardenales y obispos- encargados de estructurar el rito. “Un Papa en medio de la gente que se entregó hasta el final”, dijo Re durante la homilía. 

Un cuadro rígido

El mayestático evento se ha encuadrado en un protocolo rígido y feroz para tutelar una ciudad sacudida, atomizada, manoseada y violada por el 'horror vacui'. Con muchas miradas, pero pocas visiones profundas. Un teatro litúrgico sin truenos ni luz. 

¿La praxis? Nivel 1 activado por el estado italiano (el más alto en temas de seguridad), con un despliegue prácticamente sin precedentes: casi veinte mil agentes supervisando a partir del río Tíber. En medio… La masa con 200.000 personas, 170 delegaciones, periodistas de los cinco continentes. Fantasmas y santos. Todo cuando el catolicismo parecía languidecer, envuelto en tramas y corruptelas, en efluvios de secularización, en Biblias tamizadas. 

“Esto que está sucediendo en Roma es fanatismo y no fe. Casi fetichismo, diría. Se ha centralizado el foco en la persona y no en lo que representa. Benedicto XVI dio un paso atrás en su día para, precisamente, encontrar la fe a través de la centralidad de Cristo. Ahora, mucha gente mira, pero no sabe ver. Enfrente hay un hombre muerto y no un Papa al que fotografiar constantemente para testimoniar nuestra presencia para con él”. El temor, una vez analizadas las palabras del prestigioso sastre, es que su imagen termine siendo un llavero o un Cristo de Mantegna de pacotilla. Una pésima copia mal replicada. “Francisco, ahora reza por nosotros. A la Iglesia, a Roma, al mundo”, espetó el cardenal Re al término de la homilía teñida de negro, un maravilloso color precisamente porque engloba a todos. El riesgo es no acabar en una subasta. 

El velo de seda blanca

El adiós del Santo Padre, en realidad, es largo. Además, tiene miedo del silencio, del vacío, términos capitales que afrontó el primer Papa Jesuita durante su magisterio. Palabras vírgenes y neutras que no se debían salpicar o contaminar de ruido o dinero. Mucho menos juzgarlas o moralizarlas. 

Así bien, su último viaje comenzó el viernes. A partir de las ocho de la tarde, el maestro de las celebraciones litúrgicas cubrió su rostro con un velo de seda blanca. Después, el camarlengo Kevin Farrell roció el cuerpo con agua benedictina. En el ataúd, además, fueron depositadas monedas y las medallas del Pontificado. Por último, el sellado con cinta y lacre, y la cubierta de zinc. Todo en la intimidad para precisamente preservar la belleza y solemnidad de una liturgia antigua, animada por salmos, cantos y antífonos. El colofón, de forma privada, se adornó con el Réquiem aeternam entonado por el cardenal camarlengo, el Regina Caeli del tiempo pascual. Las mimbres eran divinas. 

Una vez transcurrida la jornada interminable de este sábado, será el domingo cuando los cardenales se dirijan ya a su tumba (con la inscripción Franciscus) de Santa Maria la Mayor para recitar las Vísperas. Un día después, el lunes, comenzará el día uno sin el pastor de Buenos Aires, el artesano que llenó la Iglesia de materias primas para iniciar una revolución que anduvo lejos de ser consumada. Mientras, las casas de apuestas seguirán en ebullición de cara al sucesor en el Cónclave. Efectivamente, el catolicismo de Roma, desde los tiempos renacentistas, siempre tuvo magnetismo con el gran carnaval. Una superficialidad como analgésico al dolor del alma. O no. 

“Hemos insistido mucho desde la muerte del Papa Francisco sobre apropiaciones indebidas o vilipendios del cadáver perpetrados por políticos italianos y extranjeros. Es una carrera de hipocresía y mitomanía… Hoy, en el funeral, los cómplices son la emoción, la conmoción…” Así inicia el editorial de Marco Travaglio, director de Il Fatto Quotidiano. Recuerda cómo, durante el entierro de Juan Pablo II, y mientras Joseph Ratzinger celebraba la liturgia, una brisa potente abrió el Evangelio que se apoyaba sobre el ataúd de madera del otrora difunto polaco. “Nuestro Papa”, dijo Ratzinger, “fue un sacerdote hasta el final. Ofreció su vida a Dios, por su rebaño y por toda la familia humana al completo. No quiso salvar su vida… El mensaje de su silencio y sufrimiento ha sido elocuente y fecundo”. Luego citó el Evangelio de Juan, cuando Jesús habló directamente a Pedro diciendo esto: “Cuando eras más joven ibas donde te daba la gana. Cuando seas más grande otro te llevará donde tú no quieres”. Hoy también.

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