Esteban Hernández es uno de los analistas que explican con mayor claridad los conflictos socioculturales del momento presente. Destacó con por su afilado El fin de la clase media (2014) y desde entonces a mantenido un alto nivel, muchas veces a contracorriente de las modas intelectuales y siempre por encima de la gresca entre progresistas y conservadores. Ahora pública El nuevo espíritu del mundo. Política y geopolítica en la era de Trump, un potente ensayo donde analiza la situación global tras el triunfo global del movimiento 'maga' (‘Hagamos América grande otra vez’). En una esfera meditática tan sesgada como la española, donde parece que esté prohibida cualquier postura que no sea insultar al trumpismo, es más neceario que nunca un análisis empírico y sereno sobre los conflictos actuales.
Pregunta. El día después de la victoria de Trump, Francis Fukuyama escribió en el Financial Times que Estados Unidos había votado por una sociedad iliberal y que el mundo entraba en una etapa iliberal, ya consolidada en otros países de referencia. En España, en cambio, parece haber una resistencia tremenda a reconocer esto.
Respuesta. En España no hay partidos ni movimientos que estén a favor de terminar con el neoliberalismo, ni a izquierda ni a derecha: hay opciones que tratan de continuar con el statu quo, más o menos modificado. Lo que Fukuyama subraya, y es natural tratándose del hombre que decretó el fin de la historia, es que el tiempo en el que esa clase de ideas era el dominante ya ha pasado, y se resiste a ello. La carencia que pasará factura a España es la insistencia de nuestras élites de permanecer en el mundo del pasado. Entramos en un mundo en el que las capacidades estratégicas de los Estados, su fortalecimiento productivo, el aprovechamiento de sus fortalezas y el nivel de cohesión interna van a ser decisivos. España no está en eso. Y tendría que estarlo, porque nos convendría en muchos planos, también de cara a nuestra influencia en la Unión Europea.
P. Uno de los perfiles más inquietantes del libro es Peter Thiel, un magnate tecnológico con una visión fría, científica y elitista. ¿En qué sentido encarna la visión de la nueva derecha trumpista?
R. Es curioso cómo los pensadores con influencia en la istración Trump, los ideólogos, no provienen del ámbito académico, y ni siquiera del intelectual, sino de la tecnología. La visión de Thiel, de Alex Karp, su socio en Palantir, de Marc Andreessen o de Palmer Luckey es relevante para entender por qué actúa la istración Trump como lo hace. Thiel es probablemente quien mejor describe la mentalidad del nuevo establishment estadounidense. Combina un punto metafísico con un aspecto claramente securitario (es el fundador de Palantir), pero también con una mentalidad a lo Yellowstone y sus precuelas: “Cuando tienes algo bueno, siempre hay otro que pretenderá quitártelo”. Su fuente de inspiración es René Girard, y el deseo mimético que describía el francés es esencial en su forma de entender el mundo.
P. El progresismo retrata con frecuencia a las nuevas derechas como bárbaros ignorantes, pero en muchos casos son personas cultas y apoyadas en la filosofía, sociología, tradiciones. ¿Ha perdido el progresismo gran parte de la capacidad para analizar a sus rivales y es ese uno de los motivos de su derrota global?
R. Sin duda, el progresismo se ha contentado con una lectura banal y degradada no solo de las propuestas de Trump, sino, y esto es mucho más relevante, de todos los elementos que llevaron a la victoria al republicano. Es normal: para entender qué ha ocurrido deberían empezar por constatar el fracaso para las clases medias y populares, pero también para los mismos Estados, que ha supuesto la era global. Es decir, deberían comenzar por certificar que los valores que el neoliberalismo y el socioliberalismo han defendido durante mucho tiempo han causado los problemas actuales, y eso les resulta muy difícil.
No obstante, hay que constatar un cambio. Tanto en la derecha como en la izquierda, hay dos focos de nuevos pensadores interesantes, que tienen algo real que decir, y están en la órbita estadounidense y en la sa. Lo llamativo es que ninguno de ellos, ni progresistas ni conservadores, pertenece al establishment. Lo que estamos viendo es el agotamiento de las élites culturales actuales y el surgimiento de nuevas ideas a las que estas se resisten con uñas y dientes. Esa batalla cultural sí me resulta interesante.
En España no hemos tomado nota del momento: ni las élites ni los políticos poseen un plan de salida para el país
P. Explica que parte del éxito de Donald Trump está en combinar dos ofertas políticas en principio incompatibles: el neoliberalismo de Musk y el catolicismo de J.D. Vance, centrado en el Bien Común. Parecía que iba a predominar la primera pero parece que hoy ya no está tan claro. ¿Cómo cree que van a combinarse en estos próximos cuatro años?R. Es difícil hacer pronósticos en tiempos de cambios tan rápidos, y acertar más aún. Pero hay una contradicción evidente que Trump tendrá que solventar en algún instante. Están las élites estadounidenses que le apoyan y las clases medias y populares que le han llevado a la Casa Blanca. Los intereses de ambas divergen. Trump decepcionará a alguna de ellas. Llevamos muchas décadas en las que las clases medias y las trabajadoras se han visto defraudadas y lo lógico es que vuelva a ocurrir. Pero quién sabe.
P. Hay una parte interesante sobre J.D.Vance, donde usted señala que el vicepresidente trata a Europa como las élites de la UE tratan a los países mediterráneos del sur, los llamados PIIGS, en el sentido de culparles de sus propias disfunciones, de las que a veces son más víctimas que responsables. Sin embargo, otros analistas detectan en Vance un respeto profundo por Europa, desde su catolicismo hasta la inspiración que toma de la revolución conservadora de Viktor Orban. ¿Puede ser que ire la cultura de siglos del continente y desprecie a sus élites burócratas?
R. Hay varios factores importantes en la posición de Vance. Por una parte, considera a las élites europeas como pertenecientes a la misma categoría que las del partido demócrata de su país; es normal, por tanto, que las trate con cierto desdén. En segunda instancia, hay una pelea evidente en Europa entre opciones políticas que quieren mantener las estructuras actuales de la UE, y quizá reforzarlas, y otras que pretenden alejarse del núcleo francoalemán, conseguir más margen de maniobra para sus Estados y acercarse a EEUU. Es lógico que Vance defienda a las segundas. Por último, el vicepresidente estadounidense representa a una opción política que pretende transformar la mentalidad occidental y llevarla hacia un nuevo lugar, lo que produce choques directos con las ideologías dominantes en Europa.
P. Su libro recoge la intución de que "escribir desde España es hacerlo con tinta que se borrará poco después de trazar las letras desde el papel", aunque también tiene la ventaja de que analizar la situación desde la parte perdedora de Europa da una visión más clara. ¿Qué se ve más claro desde Madrid que desde –digamos– Nueva York?
R. Es como ver un partido desde el último anfiteatro de un estadio. Hay detalles que te pierdes, pero los movimientos generales se aprecian con mucha claridad. Ser un espectador alejado no es la mejor posición, pero brinda perspectiva.
P. Usted suele hablar de España como de un país perdedor. ¿Ve usted un plan de nuestras élites para dejar de serlo? ¿Prestan atención a los análisis políticos que puedan ayudar a un cambio?
R. Nuestras élites están en la negación de la realidad. Cuesta asimilar los cambios, que son profundos, y complicados de aceptar para quienes han gozado de posiciones de privilegio. Hay que constatar la mutación que han ocurrido entre las clases dirigentes de los países más relevantes internacionalmente. La tecnocracia ha desaparecido como instrumento principal de gobierno. Hay tecnócratas, pero están supeditados al poder político. Ese es también el giro trumpista en EEUU. Solo hay un entorno en el que la tecnocracia continúa teniendo un gran peso, como es la Unión Europea y sus principales países, pero incluso en ellos, la política está ganando presencia. En general, ese cambio se ha producido mediante una deriva autoritaria. No tiene por qué ser así.
En cuanto a España, no hemos tomado nota del momento, y ni las élites ni los políticos poseen un plan de salida para el país. Suele ocurrir: en instantes de cambio, cada parte busca una solución para sí misma y lo particular predomina sobre lo general. Pero esa fase suele ser transitoria, y conviene constatarlo.
P. El ensayo aporta reflexiones sobre el gran pensador Carl Schmitt, en el sentido de que el filósofo y jurista alemán no defendía tesis nazis sino más bien de extremo centro. Abogaba por un Estado fuerte centrado en limpiar la nación de cuerpos extraños, una especie de liberalismo autoritario. ¿A nuestras clases dominantes les cuesta comprender los beneficios de un Estado fuerte, incluso cuando defiende sus intereses?R. Más allá de las discusiones sobre si Schmitt era o no filonazi, en las que no entro, presto atención a un discurso que pronuncia ante las élites alemanas muy poco tiempo antes de la llegada de Hitler al poder. Lo que resulta muy significativo de las recomendaciones que da a la clase dirigente y a los empresarios germanos en esa charla es que reflejan muy bien nuestra época. Es como si hubieran triunfado 90 años después.
En cuanto a nuestras clases dominantes, les cuesta entender la importancia del Estado por dos razones distintas. Para la parte progresista, tomarlo en serio implicaría que la tecnocracia tuviera menos peso, lo que choca frontalmente con sus posiciones de los últimos años. Para la derecha, supondría abandonar el neoliberalismo, y es algo que no están dispuestos a sacrificar; su opción preferida es, todavía hoy, la de un liberalismo económico más acentuado.
La paradoja es que en todos los países para los que la globalización resultó provechosa, el Estado jugó un papel muy importante, ya fueran China o Corea del Sur, Alemania o EEUU. Todos ellos, menos China, desaprovecharon las ventajas que la época les brindó, pero la acción estatal, por una vía o por otra, fue muy importante para conseguirlas.
P. Habla de “la estafa contemporánea de las guerras culturales”, donde conservadores y progresistas defienden “un programa que saben que no van a cumplir”. ¿Para usted carece de sentido confiar en cualquiera de las dos opciones? ¿Nos encontramos ante una simple lucha de oligarcas que no tiene en cuenta a su pueblo?
R. Las posiciones woke y antiwoke están políticamente agotadas. Pueden estar todavía presentes en el discurso público, pero ya no mueve un voto más. Se trata de esos asuntos sobre los que todo el mundo tiene ya una idea hecha y en los que ha definido su posición. Lo interesante son las contradicciones que encierran esas posturas culturalistas: los conservadores no pueden promover de manera eficaz los valores que promulgan si siguen apostando por una economía muy individualista que hace del dinero y el éxito el centro de la sociedad; son valores completamente enfrentados. Y los valores que defienden los progresistas tampoco pueden ser realizados en sociedades de recursos menguantes. De modo que las guerras culturales no son más que la compensación de una impotencia. Se insiste en ellas porque así se mete bajo la alfombra la falta de acción política real.
P. Cierra explicando que “el momento presente de Estados Unidos es un momento shakesperiano. Su reacción responde a la pérdida de hegemonía”.¿Es el trumpismo un digno intento de remontada o –como sostiene la izquierda- una especie de patochada, de “la segunda vez, como farsa” que diría el Karl Marx historiador?
R. El trumpismo es una necesidad estadounidense: es una respuesta a su problema de pérdida de hegemonía. Y hay que señalar, como hacía Varoufakis, que Trump está poniendo el acento en problemas esenciales para Occidente. Otra cosa es que el camino de salida que ha dictado sea positivo o negativo.
P. Usted comenzó a entrar en el debate público apoyando la Tasa Tobin a las transacciones financieras, en ambientes cercanos a la revista mensual progresista Le Monde Diplomatique. Se trata de un segmento político que hoy parece hecho fosfatina, circunscrito a unos cuantos barrios académicos de clase alta. ¿Por qué esa élite progresista, que en algunos casos aportaba iniciativas estimulantes, ha terminado barrida por la historia, en parte por fenómenos con la fuerza social del trumpismo?
Fue la época de la antiglobalización, la que prendió con las movilizaciones de Seattle. En España, aquello estuvo muy mediatizado por unas izquierdas que no entendían bien de qué iba, o que no querían entenderlo, porque todas transitaban por diversos grados de liberalismo. En cualquier caso, los que creíamos entonces que la globalización no era más que un modo de empobrecimiento para las clases trabajadoras y las medias, y una forma de impulsar la financiarización, hemos constatado años después que lo que temíamos era cierto. Como las izquierdas españolas de las últimas décadas nunca han comprendido cómo funcionaba el sistema y se contentaron con sus propias certezas, es natural que, cuando llega el tiempo época de los cambios, partan en desventaja.