Han pasado diez años desde que Franchesko Vera y Flor García decidieron que ya era hora de dejar de construir los sueños de otros para lanzarse a cumplir el propio. En 2015, con tan solo 22 y 23 años respectivamente, abrían las puertas de Gamberro, un restaurante que llegaba para sacudir la escena gastronómica zaragozana.
“Había mucha emoción, muchos nervios y sobre todo mucha incertidumbre”, recuerda Franchesko. “Teníamos una cocina muy particular y no sabíamos qué acogida iba a tener”. Aquel momento inicial fue como cocinar a ciegas: sin referentes cercanos, sin fama, y con una propuesta arriesgada que mezclaba tradición aragonesa con creatividad sin filtros. “Lo que ahora parece normal hace diez años era muy rompedor en Zaragoza”, sentencia.
Una cocina con carácter propio
El tiempo ha dado la razón a aquella pareja de jóvenes inconformistas. Gamberro ha logrado no solo consolidarse, sino también erigirse como referencia de una nueva cocina aragonesa. ¿La clave? “Nuestro estilo es muy reconocible. Como cuando ves un cuadro y sabes de qué pintor es. Pues aquí pasa lo mismo con nuestros platos”, explica Franchesko. No se trata de ingredientes concretos o técnicas determinadas, sino de una filosofía. Una forma de ver y sentir la cocina que no teme al riesgo ni al cambio.
“Tenemos un estilo que se ha ido forjando con el tiempo, pero que siempre ha sido muy nuestro. Hay platos que pensábamos que no iban a gustar nada y se han quedado tres o cuatro meses en carta porque encantaron. Y al revés: otros que amábamos han pasado sin pena ni gloria”.
Esa capacidad de sorprender constantemente forma parte del ADN gamberro. “Nos cansamos pronto de los platos. Para mí, cuando un plato ya está perfecto, es el momento de dejarlo morir. Si no, entra la rutina, y ahí es cuando empiezas a estropearlo”.
El precio del aprendizaje según Franchesko
Detrás del éxito, sin embargo, hay una historia de decepciones y desengaños. Antes de fundar Gamberro, Franchesko ya era conocido por su habilidad para arrancar proyectos gastronómicos. “Me di cuenta de que me utilizaban para abrir sitios. Me daban carta blanca, montaba el restaurante, formaba equipo… y cuando ya todo funcionaba, me quitaban de en medio”.
Fue precisamente en uno de esos episodios donde el destino empezó a alinear piezas: Flor y el resto del equipo decidieron seguirle. “Nos dijeron que nos pagaban más si seguíamos sin él. Y dijimos que no. Que si Fran se iba, nosotros también”, cuenta orgulloso.
Ese gesto marcó el nacimiento de algo más grande. “Ahí me di cuenta de que tenía un equipo, pero no un restaurante. Fue Flor quien me empujó a dar el paso. Yo no me atrevía. Ella me dijo: ‘Tenemos 22 y 23 años. Si la liamos, ya habrá tiempo de trabajar y pagar deudas’”.
Gamberro, cocina y familia
Desde entonces, Gamberro ha sido mucho más que un restaurante. Ha sido un laboratorio, un altavoz y también un hogar. “Flor es el 50% de Gamberro. Aunque realmente podríamos decir que es 25% Flor, 25% Fran, y 50% el equipo. Sin ellos no somos nada”, afirma el chef.
Flor, que comenzó junto a él en cocina, acabó liderando la sala, aportando no solo una mirada crítica, sino también la capacidad de transmitir al comensal lo que ocurre detrás de los fogones. “Puedes cocinar un plato espectacular, pero si quien lo lleva a la mesa no sabe contarlo, se pierde”. La compenetración es tal que forman un tándem casi telepático. “Ella sabe lo que uso, cómo cocino. Me cubre las espaldas siempre”.
Además, su complicidad no se queda en el trabajo: juntos han criado a un hijo, superado los retos de abrir tres locales y mantenido a flote una filosofía común. “Somos una pareja a prueba de bombas”, dice con una sonrisa.
La cocina como mensaje
Más allá de las técnicas y los sabores, Franchesko entiende su trabajo como una manera de hablar del lugar del que viene. “Defendemos nuestra tierra a través de la cocina. No tengo miedo de mezclar productos del mundo, pero si tengo un queso espectacular aquí o unas verduras increíbles, no voy a irme fuera a buscarlas”.
Colabora con proyectos como Cultivo Desterrado, que le envía verdura desde Sanlúcar de Barrameda cada semana, pero no olvida que la raíz está en Aragón. “Hemos pecado de ser muy tradicionales, pero eso está cambiando. Ahora hay una nueva generación que aporta su toque sin olvidar la tradición”.
Nombres como Ramsés de Cancook, Cristian de Gente Rara, Toño de La Era de los Nogales o Edu Salanova de Canfranc forman parte de ese movimiento. “Estamos haciendo ruido. Nos falta apoyo institucional para poder mostrar nuestros productos al mundo, pero tenemos talento de sobra para competir en cualquier escenario”.
Comer sin prejuicios
Una de las decisiones más simbólicas de Gamberro fue eliminar el menú escrito. “Al principio dejábamos el menú en la mesa, pero la gente empezaba con los ‘yo esto no como’, ‘esto no me gusta’... y eso nos limitaba”. Además, como cocineros de producto y temporada, el papel les ataba. “Si te fallaba un proveedor, ya no podías cumplir lo escrito. Y eso no me gusta”.
Así nació el menú a ciegas: una propuesta viva, cambiante, libre. “Eso nos da mucha más libertad. Podemos cambiar platos cuando queramos, según lo que haya en el mercado, según lo que nos inspire”. El ejemplo más reciente: una mañana vio cerezas en el mercado y decidió incorporarlas al postre. “Lo apunto en el grupo y todos lo saben. Así trabajamos”.
Las calaveras y los patitos: símbolos con alma
Quienes han visitado Gamberro habrán notado dos constantes en la decoración: calaveras y patitos de goma. Lejos de ser una elección estética al azar, tienen historia. “Las calaveras nos encantan desde siempre. Y los patitos... en nuestro primer local, el pasaplatos se veía muy triste, así que fui al chino, compré dos y los pegué”.
Lo que empezó como una ocurrencia se convirtió en seña de identidad. “Salimos en la prensa con ellos y la gente empezó a traernos patitos. Ahora tenemos cientos, de todo el mundo. El 90% son regalos”.
Diez años después, Gamberro sigue siendo fiel a su nombre. No solo por el descaro en los sabores o la estética, sino por una actitud vital: la de no conformarse, la de crear sin miedo, la de defender lo propio con pasión.
Franchesko y Flor han logrado algo más que un restaurante exitoso. Han construido una comunidad, una familia, una forma de ver la cocina y el mundo. Con calaveras, patitos y platos que hablan sin necesidad de tinta.
Y aunque se cansen pronto de los platos, nunca se cansan de cocinar. Ni de soñar. Porque como dicen ellos, siempre que estén juntos, las cosas van a salir bien. Y lo demás... es solo cocina.