España

Giorgia Meloni y la suerte del campanero blanco

Meloni supo explotar muy bien su extracción popular y hasta su cultura más bien escasa, eso la diferenciaba de la inmensa mayoría de los políticos

Giorgia Meloni nació en Roma el 15 de enero de 1977. Es la menor de las dos hijas que tuvieron sco Meloni Incrocci (ya fallecido), sardo cuya profesión merece párrafo aparte, y su esposa, Anna Paratore, siciliana que publicó alrededor de 140 novelas románticas con el seudónimo de Josie Bell; una especie de Corín Tellado italiana.

Una familia complicada. sco se lio con otra señora y abandonó a la familia cuando Giorgia tenía apenas un año. Se subió a un barco (que se llamaba, curiosamente, Caballo loco) y se plantó en la isla de La Gomera, donde rehízo su vida por medios poco recomendables. Más tarde se estableció en Baleares. Aquel ostentoso comunista, que se pavoneaba de serlo, fue detenido en 1995 en Mahón (Menorca) con tonelada y media de hachís a bordo de su velero. Sus hijas, Arianna y Giorgia, fueron a verlo a Canarias algunas veces, un par de semanas al año. Pero cuando Giorgia tenía apenas once, en una de aquellas visitas mantuvo una terrible discusión con su padre y lo sacó de su vida para siempre. Jamás le perdonó: el suyo fue un odio larga y cuidadosamente cultivado. Cuando sco falleció de leucemia, hace unos años, Giorgia no sintió la menor emoción, “como si se hubiese muerto un personaje de televisión”. O al menos eso dijo.

Meloni y su hermana fueron criadas en el barrio romano de Garbatella, un reducto obrero y claramente izquierdista. Su caso tiene obvias semejanzas con el de la española Macarena Olona (hoy en peligro de extinción), cuyo padre también abandonó a la familia, pero produjo en la jovencita un efecto inmediato: ella se juró ser lo opuesto de su padre. Si él era comunista, Giorgia decidió ser todo lo contrario. Y se puso a ello con el mayor de los ímpetus, que le impidieron dedicar su vida a otra cosa.

Giorgia Meloni terminó el bachillerato en instituto Amerigo Vespucci, bastante lejos del centro de Roma, y ya no estudió nada más. No tiene formación académica. De joven trabajó como camarera o cuidando niños para ayudar en casa. Su profesión de “periodista”, que aparece en la mayoría de sus biografías, procede de que colaboró durante un par de años en el periódico Il Secolo d’Italia, órgano de propaganda del partido neofascista MSI (Movimiento Social Italiano). También publicó artículos, ocasionalmente, en otros medios. Nada más.

Su cultura, por lo tanto, es escasa y procede solamente de su enorme curiosidad. Meloni salió bajita (1,63 de estatura), rubia, nerviosa, hiperactiva, con una voz muy peculiar y desde luego soñadora. Tenía capacidad de liderazgo, eso se le notaba, y aprendió a hablar en público muy pronto. Se aficionó desde niña a la literatura y al cine fantásticos, singularmente a las obras de Michael Ende (La historia interminable) y J. R. R. Tolkien. Tendía a identificarse con los héroes de esas aventuras.

Es posible que su falta de estudios se deba a la pasión política, que la arrastró desde la adolescencia. A los 15 años se apuntó al “Frente de la Juventud” (FdG), organización juvenil del partido neofascista MSI. En aquellos años, los 90, muchos militantes del FdG estuvieron implicados en atentados terroristas que causaron muchos muertos, algo que Meloni olvida en su autobiografía 'Io sono Giorgia' (Rizzoli, 2021); es una hagiografía edulcorada en la que Meloni se parece mucho al personaje de Campanilla en Peter Pan. Pero ella no es exactamente así. Ni mucho menos.

Aquellos del FdG eran los tiempos en que Meloni fundaba y dirigía organizaciones juveniles con nombres como “Atreyu” (el chico protagonista de La historia interminable) o “Hobbit Camp”; la chica estaba seducida por la mitología de El Señor de los Anillos y hay fotos suyas en las que aparece disfrazada de Samsagaz Gamyi (en inglés: Samwise Gamgee), el gran amigo del pequeño héroe Frodo Bolsón. Meloni, en su libro, explica que identificaba a los hobbits de Tolkien con sus ideas, entonces explícitamente mussolinianas. Quizá leyó mal o entendió mal. No se dio cuenta de que la extrema derecha eran los de Mordor. 

El MSI cambió la piel en 1995 y se transformó en la Alianza Nacional (AN). El “nuevo” partido metió en el cajón algunos postulados claramente fascistas (no tantos, ¿eh?) para adaptarse a los nuevos tiempos. Meloni hizo lo mismo y se integró en Acción Estudiantil (“Azione Studentesca”), que así se llamó una organización juvenil de AN; curioso nombre, ya que lo único que no había hecho Meloni era estudiar. En 1996, con 19 años, ya era la líder nacional de aquel grupo. Atrás quedaron las cantarinas excursiones campestres con vestidos de hobbits y los románticos viajes juveniles a Argelia para visitar a los refugiados saharauis, a los que la muchacha probablemente identificaba con el pueblo de Rohan atrincherado en el Abismo de Helm para defenderse de los orcos de Saruman. Esos rojos.

Meloni supo explotar muy bien su extracción popular y hasta su cultura más bien escasa (Tolkien aparte). Eso la diferenciaba de la inmensa mayoría de los políticos italianos, que sí habían pasado por la universidad. En el mismo estilo que luego dominaría Donald Trump (y que también usó Hitler casi un siglo antes), le sacó mucho partido a aquello de “no pertenecer a la elite que acapara el poder” y a ser “una más entre vosotros, el pueblo”. Hablaba bien. Quizá un poco demasiado alto y con un timbre muy chillón, pero bien. Tenía don de gentes. Huía rápidamente de las ideas y teorías complicadas, quizá porque no las entendía, pero era muy eficaz simplificando, proponiendo “soluciones sencillas para problemas complejos”, como hacen todos los populistas, aunque eso sea imposible. Su receta era fácil de digerir: patriotismo y rechazo a Europa; catolicismo integrista e intransigente (pero ella vivió con su novio Andrea sin casarse y tiene con él una hija que se llama Ginevra; además, no va mucho a misa); rechazo de la “ideología de género” y de las tenebrosas maquinaciones del “lobby gay”, que pretendía controlar el mundo desde la sombra; recuperación del orgullo nacional; expulsión de los inmigrantes; defensa contra las “islamización” de Italia; oposición radical al aborto y… bueno, de la economía ya, si eso, hablamos en otro momento, ¿verdad? De aquello sabía menos. Pero ese cóctel, en los mítines y en la cabeza de los italianos, acabaría por funcionar.

Meloni siguió dirigiendo organizaciones juveniles de extrema derecha durante bastantes años más. En 1998 la eligieron concejala por la provincia de Roma. En el 2000 fue “directora” de Azione Giovani (más tarde Giovane Italia), la rama juvenil de la Alianza Nacional, y en 2004 la hicieron presidenta. 

En 2006 fue, por fin, elegida diputada por la extrema derecha, AN. Ahí debieron de cambiar algunas cosas para ella, por que la política italiana no tiene nada que ver con el enfrentamiento entre elfos y orcos, y no hay ningún anillo que los controle a todos. La política italiana, desde el final de la segunda guerra mundial y sobre todo desde la catarsis de la Tangentopoli, inmenso escándalo de corrupción que barrió del mapa a los partidos tradicionales, funciona a base de alianzas, componendas, pactos y acuerdos… que a veces hay que lograr con el mismísimo Sauron. Meloni tenía que lograr algo muy difícil: seguir pareciendo “nueva” y fresca, no contaminada por los cambalaches del poder, pero a la vez participar en ellos. 

Su partido seguía siendo, no lo olvidemos, pequeño. Todavía en las elecciones europeas de 2014 logró apenas el 3,7% de los votos. Pero el taimado Berlusconi la hizo ministra de Juventud en 2008, participó en la creación de aquella ensalada que se llamó Popolo della Libertà (doce partidos unidos por hilos de araña bajo el inestable liderazgo de Berlusconi) y por fin, a finales de 2012, fundó su propio partido, Fratelli d’Italia. Toma su nombre de las primeras palabras del himno nacional, el célebre “himno de Mameli”.

Meloni anduvo en tratos poco confesables con la Liga Norte, otro grupo (mucho mayor) de extrema derecha acaudillado por otra personalidad atrabiliaria, Matteo Salvini. No logró ser elegida alcaldesa de Roma en 2016, pero ya quedó tercera. Su partido empezó a hacer de ella, de su nombre y de su cara, la marca electoral. La pequeña Giorgia se vino arriba y, en los mítines, ya tronaba, chillaba más que hablaba. La volvieron a elegir diputada y eurodiputada, esto último en 2019.

Italia, después de once años de gobiernos equilibristas, de traiciones entre socios de coalición y de gravísimas dificultades (fue el primer país europeo devastado por la pandemia de la covid-19 y uno de los que peor lo pasó), estaba “a punto de caramelo” para lanzarse a una solución radical, sí, pero que por lo menos pareciese distinta del largo avispero del que venían los ciudadanos. Giorgia Meloni tenía el apoyo del 4% de los italianos en 2018. Pero recibió el 26% de los votos en las elecciones del 25 de septiembre de 2022 y ganó los comicios. Antes de eso había viajado a España para participar en la campaña de Vox (lo consideraba entonces su partido gemelo) a las elecciones andaluzas. En aquel mitin gritó de tal forma, dio tales y tan atronadoras voces y soltó tales inconveniencias que, según los analistas, el efecto fue el contrario al que buscaban Abascal y su candidata, Olona (hoy en peligro de extinción). Como se acabó viendo en las urnas.

Pero eso no pasó en Italia. Giorgia “Samsagaz” Meloni ganó claramente unas elecciones en las que los votantes de izquierda, hartos ya de todo, se quedaron mayoritariamente en casa: la participación fue bajísima. Meloni triunfó mientras que sus dos socios de coalición recibían un palo de escalofrío. Salvini se quedó en el 8,77% y Berlusconi no pasó del 8,11%. Pero Meloni, que no deja de recordar que nació el mismo día que Juana de Arco, logró ella sola 119 diputados. Sumando los de sus dos “amigos”, alcanzó la mayoría absoluta. Fue, pues, la primera mujer presidenta del Gobierno en Italia.

Las bofetadas empezaron desde el primer día. Berlusconi, que tenía ya 85 años, consideraba que Meloni, aquella chica bajita y gritona, era una empleada puesta por él en la presidencia del Gobierno de manera provisional, y que su cometido era obedecerle. Ella, naturalmente, no le hizo ni caso, y logró formar gobierno gracias al apoyo… ¡de la oposición! Pero Berlusconi, que decía que Meloni era “prepotente, ofensiva y arrogante”, murió unos meses después, en junio de 2023, y muy probablemente eso salvó la carrera política de Giorgia Meloni.

La primera ministra italiana es aún joven, apasionada, soñadora, radical, ultraconservadora, hiperventilada y un punto infantil (se hizo una foto con dos melones que podría haber acabado con la carrera política de muchos otros; a ella no le ocurrió nada), pero no es una serpiente venenosa. Sin embargo, los compañeros de viaje que tiene, a los que necesita para gobernar, sí lo son. Salvini es un redomado judas que ha demostrado cien veces su condición iscariótica: ha traicionado a quien ha querido o podido, siempre, en la mejor tradición de la política italiana posterior a la segunda guerra mundial. Italia tiene el récord europeo de brevedad en el poder: el de Meloni es el ejecutivo número 70 desde 1946, lo cual ofrece una media de un gobierno por año. Nadie esperaba que esta jovenzuela indisciplinada fuese a durar mucho más. Las traiciones a los compañeros o aliados de gobierno no son, en Italia, un fallo del sistema; son el sistema mismo. ¿Por qué con ella iba a ser distinto? 

Pero lo fue. ¿Cómo lo consiguió? Pues, en primer lugar, cambiando de piel, al menos en parte. Lo primero fue dejar de gritar como una descosida. Pero mientras, para el consumo interno, se empeñaba en “exportar” inmigrantes a Albania, dándose de cabezazos una y otra vez con la Justicia italiana (que no se lo permitía), sus furores antieuropeístas empezaron a evaporarse en cuando se vio a sí misma participando en los grandes foros europeos y codeándose con Biden, Von der Leyen, Macron, Zelenski, Scholz y otros parecidos. Se alineó con el apoyo europeo a Ucrania. Apoyó la “descarbonización” de Europa. Participó en foros que en su vida había soñado, como el G-20 o el G-7, que ha sabido usar en provecho propio con verdadera habilidad. La pequeña Giorgia empezó a convertirse, para sorpresa de muchos y alivio de muchos más, en una persona fiable a efectos de la estabilidad europea. No siempre, pero sí la mayoría de las veces.

Pero sucedieron más cosas. La rápida expansión por todo el planeta del populismo ultraderechista (Milei, Bukele, Orbán, muchos más) hizo que Meloni, sin moverse demasiado, comenzase a aparecer mucho más al centro que antes. En realidad, ella no había cambiado esencialmente; lo que se había movido era el suelo, es decir todo lo demás. Probablemente eso influyó para que lograse un claro –e inesperado– triunfo en las elecciones europeas de 2024, en las que ganó seis escaños (pasó de 18 a 24) y, esto sobre todo, vio cómo su peligroso “aliado”, Matteo Salvini, se pegaba una costalada tremenda, perdía 21 escaños y se quedaba en ocho. Con ese panorama, aunque las elecciones fuesen europeas y no nacionales, la irrelevante, prescindible, chillona y exótica Meloni pasaba a ser la fuerza política sólida y preponderante, mientras que Salvini se convertía en una anécdota circunstancial. Es decir, todo al revés de como estaba previsto.

Además: los eurodiputados de Meloni se apuntaron al grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos, que es, simplificando mucho, una derecha “dura”… pero con rostro humano. Mientras, los montaraces ultraderechistas más putineros y trumpeteros (los ses de Le Pen, los húngaros de Orbán, la Lega de Salvini) se inscribieron en Patriotas por Europa, que preside nada menos que Santiago Abascal, de Vox.

El último episodio, por el que Meloni ha tocado una vez más el cielo con las manos, ha sido la irrupción del elefante Donald Trump en la cacharrería económica y geopolítica mundial. Con el peligroso juguete de los aranceles en manos de un personaje imprevisible, berrinchudo e infantiloide como Trump, todos los líderes europeos entraron en diversos grados de pánico, aunque lo disimulasen con declaraciones altisonantes que no engañaban a casi nadie. Todos menos Meloni. En las reuniones de líderes apresuradamente convocadas por Macron en París, para ver cómo se podía detener aquel tifón, la única que sonreía con sincera tranquilidad era Giorgia Meloni. 

Finalmente han recurrido a ella. Trump no hace caso a ninguno de los próceres europeos y los trata a todos como el abusón del colegio trataría a los niños más tímidos en el patio. Pero Meloni está habituada a convivir y a negociar con mafiosos, con delincuentes… y con Salvini. Por eso ha sido ella la que ha viajado a Washington, se ha reunido con Trump, le ha sonreído como ella sabe, le ha tocado la fibra sensible (“Hagamos que el mundo sea más grande”, le ha dicho) y ha logrado salir de allí con una especie de promesa de que la histeria de los aranceles será “negociada”. Ha calmado a la fiera, al menos de momento; Trump la miraba con indisimulable curiosidad, como preguntándose de dónde había salido aquella chica tan desparpajada que hablaba casi (solo casi) su mismo idioma mental. Apenas dos días después, la astuta Meloni apabullaba en Roma al vicepresidente estadounidense, Vance, al que mostró todas las suntuosas glorias arquitectónicas y decorativas del poder romano y al que llevó incluso al Vaticano (ella, que es tan poco de misas) para impresionarle con los grandes ritos de la semana santa. 

El resultado es que esta todavía joven ex, post o “woke” fascista, a la que sus propios partidarios, hace no tantos años, llamaban irónicamente “mussoloni”, empieza a caerle bien a mucha gente que en absoluto piensa como ella. Tenía que haber durado seis meses. Lleva casi tres años y todo hace pensar que tardará en desaparecer. Lista, lo que se dice lista, sí que lo es. Y ya no chilla.

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El campanero blanco (procnias albus) es un ave paseriforme de la familia de las cotíngidas, lo cual le hace primo más o menos lejano de los gorriones, de las oropéndolas y hasta de los alcaudones. Pero eso a él le da igual porque a lo que más se parece es a una paloma. Vive en Sudamérica. El plumaje del macho es completamente blanco y del pico le cuelga un apéndice carnoso y largo, parecido al de los pavos, que no está claro para qué sirve. Seguramente para llamar la atención. Porque si hay algo que al campanero blanco le encanta es llamar la atención.

En realidad es un pájaro difícil de ver. A pesar del crecimiento de los populismos en muchas partes del mundo, campaneros, lo que se dice campaneros blancos propiamente dichos, hay pocos. No es que esté en peligro de extinción; es sencillamente que hay pocos. Los equilibrios de la biodiversidad son así. Escarabajos hay muchísimos. Campaneros blancos hay pocos. No se puede hacer nada.

El campanero es difícil de ver, pero todo el mundo sabe que está ahí. Y esto por una característica singularísima: su voz. Es terrible. El campanero blanco tiene la voz más desagradable, más espeluznante y más potente de todas las aves del mundo. Cuando chilla, llega a los 130 decibelios. Arma un estrépito mayor que un taladro industrial, que un concierto de heavy metal, que la sirena de los bomberos o que un momento de euforia mitinera de Macarena Olona (hoy en peligro de extinción). Es terrorífico. El campanero blanco se pone a gritar y en la selva se espantan todos los demás pájaros, los jaguares, los capibaras, las anacondas, los tapires y los militantes de ultraderecha en un radio de nueve kilómetros. Pone los pelos de punta el alarido del pajarito.

Quizá esa es la razón de su escasez. Esas ganas de llamar la atención causan la envidia, la malquerencia y hasta el hambre conspiratoria de muchos otros animales, entre ellas las aves de presa vecinas del campanero, y que dicen: Shhh, un momento, criatura, ¿quién te has creído que eres para dar esas voces? Tú a callar, que quienes llevamos mandando aquí toda la vida somos nosotros.

Pero no se lo comen. El astuto campanero blanco se las ingenia para sobrevivir en un medio que todos los demás bichos consideran hostil, llama la atención (que es lo que más le gusta) y hasta se gana el respeto, por momentáneo que sea, de los demás animales, incluidos los grandes y violentos macacos de pelo anaranjado. La madre naturaleza, a veces, nos da sorpresas muy curiosas, ¿verdad?

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