Cultura

Así se despidió Francisco: una crónica desde la plaza de San Pedro

El 20 de abril hizo un día primaveral en Roma, con una temperatura agradable, como si la naturaleza ya supiera que era su último día en la Tierra

  • El papa Francisco en su último viaje en el 'papamovil'.

El 20 de abril hizo un día primaveral en Roma, con una temperatura agradable, como si la naturaleza ya supiera que era su último día en la Tierra. Salió a la abarrotada plaza de San Pedro como cuando un torero se lanza a la faena más grande: la de retirarse un día tan señalado como es el Domingo de Resurrección, y con la intención de hacerlo por la puerta grande. Por eso lo hizo con la entrega, la valentía y la dedicación de los gigantes, que lo dan todo por amor hasta su último aliento.

Con la intuición de que era la última vez que íbamos a estar con Francisco, nos acercamos a la “barrera”, a las vallas que forman los pasillos de la plaza de San Pedro cuando hay una misa multitudinaria, para verle pasar en el papamóvil. Iba consumido y, a la vez, se volcaba con su público, saludando a izquierda y derecha. Y fue un “paseíllo” largo, no una pasada rápida. Previamente, antes de la bendición urbi et orbi, había dicho sus últimas palabras a todo el mundo con cierta claridad: “Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!”. Ya solo ese gesto nos había ganado el corazón.

En ese momento, el grupo de peregrinos madrileños, romeros ganando el jubileo, fuimos conscientes de que éramos parte de la cristiandad que contemplaba su despedida, ya que en breve partiría en el “papamóvil” al más allá. Por eso nos volcamos, sabiendo que le devolvíamos parte de lo que él nos estaba dando, disfrutando del momento histórico que vivíamos, al mismo tiempo que adquiríamos la responsabilidad de transmitir lo que habíamos vivido y de rezar.

A la mañana siguiente, unas pocas horas después de su fallecimiento por un ictus, recibimos la noticia durante una misa en Santa María de la Paz (iglesia prelaticia del Opus Dei), en el lugar donde está la tumba de san Josemaría, en Roma, antes de partir a Madrid. Y allí le pedimos a este santo, amante del Romano Pontífice, que le colocara en el buen sitio que le corresponde, por el buen desarrollo del cónclave y por el próximo Papa. Uno de los peregrinos compartió en el grupo unas palabras del libro Esperanza, autobiografía del Papa Francisco, donde explica cómo quería que se procediera en este momento con sus restos:

“Cuando fallezca, no me enterrarán en San Pedro, sino en Santa María la Mayor: el Vaticano es la casa de mi último servicio, no la de la eternidad. Estaré en la habitación en la que ahora custodian los candelabros, cerca de esa Reina de la Paz a la que he pedido ayuda siempre y por la que me he dejado abrazar durante mi pontificado más de cien veces. Me han confirmado que todo está preparado.

El ritual de las exequias era demasiado ampuloso, y he hablado con el maestro de ceremonias para aligerarlo: nada de catafalco, ninguna ceremonia para el cierre del ataúd. Con dignidad, pero como todo cristiano. Aunque sé que ya me ha concedido muchas, solo le he pedido una gracia más al Señor: cuida de mí, que sea cuando quieras, pero —Tú lo sabes— me da bastante miedo el dolor físico… Así que, por favor, que no me haga mucho daño”.

Los que pudimos despedirnos de él hemos desarrollado un vínculo especial con este nuevo intercesor, entre otras cosas para pedirle un gran corazón para querer al nuevo Papa tras su elección. Este poema breve de Ted Kooser puede ser una manera de entender a Francisco:

“Si puedes despertar / dentro de lo ordinario / y ver que es asombroso, / no te faltan milagros”.

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