Opinión

El culo del señor presidente

Trump, en estas cosas, miente por costumbre, por hábito, casi por rutina

  • Donald Trump, mofándose del mundo -

El señor presidente de los Estados Unidos de América, que seguramente tiene un tratamiento honorífico pero yo no sé cuál es (excelencia, alteza, eminencia, ilustrísima, padrino, por ahí), se ha puesto el esmoquin y la pajarita, se ha reunido con ese grupo de compinches a que se ha reducido el más que centenario Comité Nacional del Partido Republicano y se ha burlado de los países que se están poniendo en o con él para que les reduzca o les perdone los putos aranceles, y perdonen ustedes el uso de una palabra malsonante pero ahora mismo no se me ocurre un eufemismo para “aranceles”.

Imitó sarcásticamente la voz que a veces ponen los niños cuando suplican y dijo: “Se mueren por hacer un trato: ‘Por favor, por favor, hagamos un trato, haré lo que sea, haré lo que sea, señor”. Y añadió: “Os digo que estos [70] países me están llamando, besándome el culo”.

Ah, por fin. Ahí está la clave de todo el desastre que estamos viviendo. En el culo del señor presidente. Culo poco interesante (al menos observado de lejos) desde el punto de vista estético, todo hay que decirlo: caedizo, asimétrico a estribor, algo bulboso, túmido (más ancho hacia media altura que en los arranques), ajado si no mustio o ya marchito, bamboleante en los andares y demasiadamente sobrado de tocinería; pero culo presidencial, al fin y al cabo.

Si de verdad hubiese setenta presidentes, ministros o embajadores que le estuviesen llamando, este hombre estaría en el despacho atendiendo al teléfono de la mañana a la noche, o quizá trabajando, cosa en la que tiene poca práctica; y no diciendo sandeces

Primera reflexión: si el señor presidente afirma que hay setenta países que le están llamando por teléfono, miente. Esto no es una suposición sino la simple aplicación del método inductivo que estudiábamos en el bachillerato. Trump, en estas cosas, miente por costumbre, por hábito, casi por rutina. Dijo setenta pero podría haber dicho setecientos. Eso le da igual. Si de verdad hubiese setenta presidentes, ministros o embajadores que le estuviesen llamando, este hombre estaría en el despacho atendiendo al teléfono de la mañana a la noche, o quizá trabajando, cosa en la que tiene poca práctica; y no diciendo sandeces en una reunión de cómplices, vestido de camarero.

Segunda reflexión: este señor presidente no es el primero, ni mucho menos, que merece cumplidamente el adjetivo de maleducado, grosero, chabacano o procaz, si atendemos a su expresión verbal. Ha habido otros que le igualaban, y aun le superaban, en coprolalia (“tendencia patológica a proferir obscenidades”, dice el diccionario) y en la contumacia en el lenguaje rahez. Lyndon B. Johnson, por ejemplo, un tejano de poco pulimento cortesano, era célebre por sus berrinches y aun sus ataques de cólera, pero sus tacos eran más cómicos que otra cosa. Cuando tú le dices a alguien, a grito pelado: “¡Eres más inútil que una mesa sin patas!”, lo más probable es que el aludido no te entienda, porque una mesa sin patas puede ser muchas cosas, pero no una mesa. Así el destinatario de los gritos presidenciales solía quedarse con cara de alubia, como dudando: “¿Eso que me ha dicho es un insulto?”.

Richard Nixon, por el contrario, tenía el lenguaje de un camionero búlgaro. Las cintas grabadas en el despacho oval lo demuestran. Habría tenido muy poco que aprender del maravilloso Diccionario sohez de Delfín Carbonell, una obra maestra con 700 páginas llenas de barbaridades. Nixon mostraba una tendencia casi enfermiza a motejar a casi todo el mundo de vástago de una señora que se ganaba la vida con el comercio de su cuerpo (es decir, un hijo de puta), pero con quienes le caían verdaderamente mal era cruel. A J. Edgard Hoover, el fundador y director del FBI, no lo podía ni ver, aunque lo disimulase, y el epíteto más bondadoso que le destinaba, cuando creía que el otro no le oía, era el de “chupap…”.

Pero ninguno de los dos ni de los demás presidentes malhablados: ni Johnson, ni Nixon, ni Teddy Roosevelt, ni ningún otro, dijo en público nada más sonoro que “mecachis” o “córcholis”, o como se diga eso en inglés. Eso era sagrado. El prestigio de la institución, de la Presidencia con mayúsculas, estaba por encima de cualquier chabacanería personal. Donald Trump, el del culo tuberoso y amacdonaldado (es lo que más le gusta comer), es el primero que no tiene el menor inconveniente en mostrarse delante de todo el mundo como un zafio que nunca ha sabido disimular que lo es.

Lo que de verdad le importa a este hombre es su culo. Que le besen el culo. Humillar a los demás, culo en ristre, si quiera sea en sentido figurado. Esa es la clave de su presidencia: la sumisión universal a su culus gloriosus, que habrían dicho los romanos

 

Y ahí está el asunto: con este trileo de los aranceles, lo que de verdad le importa al señor presidente no es la economía, ni la Bolsa, que se está viniendo abajo a una velocidad de huayco andino; ni tampoco el prestigio, el poder o la “grandeza” de su país en el mundo. Lo que de verdad le importa a este hombre es su culo. Que le besen el culo. Humillar a los demás, culo en ristre, si quiera sea en sentido figurado. Esa es la clave de su presidencia: la sumisión universal a su culus gloriosus, que habrían dicho los romanos.

Pero lo más llamativo de este nalgudo asunto es su utilidad política. No cabe imaginar que Trump use esa grasienta frase sobre su culo, en un acto público de su partido, de una manera premeditada; la dice porque le sale del… bueno, digamos que del alma, porque él es así; lo lleva siendo desde que su padre le metió en aquella academia militar para que le adiestraran a conciencia hasta convertirlo en un perro de presa. Es el hombre que les dice a sus escoltas: “Yo soy el puto presidente” cada vez que quiere que le traigan algo, sobre todo si es algo ilegal o por lo menos una hamburguesa.

Ahora, en Estados Unidos, decir tacos es bueno, es útil, hace que el resto del garrulaje –auténtico o fingido– te acoja como a uno de los suyos. Y lo que se ha vuelto incómodo, y a veces peligroso, es comportarse con educación

Sin embargo, los malnacidos que llevan al menos dos décadas inoculando en las clases populares el desprecio y aun el odio por la clase política, saben muy bien que una de las maneras más primarias e inmediatas de mostrar ese desprecio y ese odio es romper las normas de la buena educación. Esto es, mostrarse como un patán, como un matón de patio de colegio, como una mala bestia. Eso es común al sentimiento de la extrema derecha en las tres cuartas partes del mundo. El “Viva la libertad, carajo” del argentino Milei es primo hermano del “me están llamando para besarme el culo” de Trump. Eso hace que la gente garrula se sienta identificada con el señor presidente y logra también algo inaudito: que quienes no son garrulos hagan lo posible por parecerlo. Ahora, en Estados Unidos, decir tacos es bueno, es útil, hace que el resto del garrulaje –auténtico o fingido– te acoja como a uno de los suyos. Y lo que se ha vuelto incómodo, y a veces peligroso, es comportarse con educación. Eso se ha convertido en un inconveniente para la gente criada en los buenos modales. Cuando Trump instigó el intento de golpe de Estado del 6 de enero de 2021 (el asalto al Capitolio), aquella turba de bestias dijo del vicepresidente Mike Pence (hasta unos días antes mano derecha de Trump) cosas que el propio Pence no habría sido capaz de decir en su vida sin ponerse a toser de vergüenza. De eso se trata.

Ahora falta por averiguar qué harán los seguidores que Trump tiene en España. Ya saben ustedes quiénes son. Abascal, que tampoco es que tenga una educación versallesca ni muchísimo menos, tiene que decidir qué hará. Una posibilidad es defender los intereses de su nación, directamente amenazada por la locura arancelaria de un desquiciado. La otra opción es seguir besándole el culo al señor presidente, para que le vuelva a invitar a la Conferencia Política de Acción Conservadora de Washington, se haga una foto rápida con él y le deje hablar unos pocos minutos… precisamente contra la educación, contra las universidades como Harvard o Bolonia o Salamanca; esos nidos de rojos –dice él– en los que nadie tiene la costumbre de lamer culos presidenciales. Eso fue lo que ocurrió el año pasado.

Estamos esperando, Santiaguito, cielo. Tú verás lo que haces. Pero sobre tus compatriotas se cierne una catástrofe nada lejana y directamente provocada por ese señor al que tú tanto veneras. Aunque su culo, ya te lo voy diciendo yo desde ahora, no creo que te haga la menor ilusión.

 

LUIS ALGORRI

 

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli