España

Rodrigo Duterte y el proceder de la cobra de Sámar

"El Castigador" desató la mayor carnicería que ha vivido Filipinas en toda su historia

  • Rodrigo Duterte y el proceder de la cobra de Sámar


Rodrigo Duterte Roa nació en Maasin, capital de la provincia de Leyte del Sur, en la isla de Leyte, archipliélago de las Bisayas, Filipinas. Cuando Rodrigo nació, el 28 de marzo de 1945, el país estaba ocupado por las fuerzas estadounidenses, en el tramo final de la segunda guerra mundial en el océano Pacífico. Rodrigo fue uno de los hijos que tuvieron el abogado Vicente Duterte Gonzáles y su esposa, Soledad Roa, maestra en la enseñanza pública.

No era una familia corriente ni mucho menos. Los Duterte pertenecían, desde hacía varias generaciones, al grupo de clanes o familias ricas y poderosas que controlaban el país, en un sistema que no deja de parecerse al feudalismo. Vicente Duterte, apodado “Nene”, fue alcalde de Danao (isla de Cebú) y más tarde gobernador de su provincia natal, Dávao. Como se verá más abajo, el poder de las autoridades locales y provinciales filipinas era, ya antes de la dictadura de Ferdinand Marcos (1965-1986) pero también durante y después, inmenso.

Rodrigo fue un niño extraño. Primero, era llamativamente feo, lo cual seguramente explica muchas cosas de su personalidad: las chicas no le hacían mucho caso y él desarrolló una misoginia enfermiza que no le ha abandonado nunca. Segundo, fue siempre un chiquillo consentido que crio desde la infancia un carácter cruel, vengativo y exento de piedad hacia quienes se metían con él. Se sabía poderoso, o al menos más poderoso que los demás (por su familia), y ejercía ese poder sin titubeos. O al menos lo intentaba: en su infancia y adolescencia pasó por numerosos centros educativos, tanto públicos como religiosos y privados. Varias veces lo expulsaron (los jesuitas del Ateneo de Dávao, por ejemplo) por su conducta violenta y matonesca: llegó a disparar a un compañero de clase. Años después presumiría de que, en su adolescencia, recorría las calles en moto en busca de “delincuentes” o “drogadictos” a los que asesinar, cosa que hizo ya a los 16 años. Le pusieron el mote de “El Castigador”, que a él siempre le encantó. Se hizo famoso por usar un lenguaje grosero y ofensivo, lleno de palabras soeces, que no ha dejado jamás, ni siquiera en sus tiempos de presidente, y que mucho tiempo después han copiado personajes como Javier Milei.

No hay forma de saber si el joven Rodrigo, con su piel llena de cráteres, su corte de pelo a lo monje medieval y sus gafas, fue buen estudiante o no. Sus expedientes académicos, una de dos: o son inencontrables o fueron convenientemente “repintados” para favorecerle, en cuanto pudo conseguir eso. Él asegura que se licenció en Ciencias Políticas en la universidad-liceo de Manila, en 1968, cuando tenía 23 años. Quién sabe. Sí es constatable que cuatro años después obtuvo, por el medio que fuese, el título de Derecho en la Universidad de San Beda, en Manila. Ejerció como ayudante de fiscal, con diversos grados y sin la menor brillantez, durante más de quince años, casi toda la dictadura de Marcos; bien es verdad que lo hizo en Dávao, la zona de influencia directa de su poderosa familia.

En 1986, Ferdinand Marcos se proclamó vencedor de las elecciones presidenciales, a pesar de las escandalosas evidencias de fraude. Es lo mismo que ha pasado en Venezuela con Maduro, pero Marcos tuvo peor suerte y la llamada “revolución amarilla” lo expulsó del poder y del país después de una tiranía de 21 años. En el caos que siguió a la caída, Rodrigo Duterte fue nombrado vicealcalde de la ciudad a la que estuvo vinculado desde niño, Dávao, y poco después ganó las elecciones a la Alcaldía. El sistema clientelar de influencias y favores mutuos, que en España llamamos “caciquismo” desde mucho antes de la independencia de Filipinas, hizo que Duterte conservase el poder municipal durante tres mandatos, hasta junio de 2016, don dos breves interrupciones.

Ahí empezó a demostrar cuáles eran sus métodos. La organización Human Rights Watch lleva años documentando la actividad de los llamados “escuadrones de la muerte” en Dávao desde que Duterte llegó a la Alcaldía. Están comprobados más de un millar de asesinatos en la guerra particular que este hombre organizó contra “las drogas” y contra la “delincuencia”. Eso era lo que él decía. Pero entre las víctimas están muchísimos periodistas que no le alababan (la Prensa ha sido siempre otra de sus obsesiones), políticos opositores, adversarios personales y todo tipo de gente que no le mostraba la debida sumisión; incluso se mataba a niños de la calle que andaban por allí cuando los sicarios de Duterte iban de caza. El valor de la vida humana en Dávao, durante su largo mandato, se redujo prácticamente a cero. Él mismo, años después, se ufanaría: “Sí, eso que llamaban ‘escuadrón de la muerte’ soy yo”. Y llegó a bromear con que, en los primeros tiempos de su mandato (1989), había perdido la oportunidad de violar a una misionera australiana antes de asesinarla.

Se presentó a las elecciones presidenciales en 2016. Los ciudadanos de Filipinas estaban más que hartos de que las calles de las ciudades fuesen territorio de bandas organizadas, “maras” o clanes de narcotraficantes, lo cual había hecho añicos la seguridad. Lo mismo que pocos años después haría Nayib Bukele en El Salvador, Duterte montó su campaña electoral con aquel objetivo esencial: acabar con “el tráfico de drogas, la delincuencia y la corrupción”, extremo este último que tiene una macabra gracia porque precisamente la corrupción era la base de su poder desde los tiempos de la escuela. Pero Duterte, siempre arrogante y muy poco prudente, no ocultó el resto de sus cartas: su guerra iba, además, contra los comunistas, los socialistas, los musulmanes y, por decirlo de una vez, contra cualquiera que él considerase su enemigo. Lo que no dijo con tanta claridad fue cómo pensaba hacerlo.

Ganó las elecciones, para inmensa alegría del Partido Republicano de EE UU (ya entonces abducido por Donald Trump) y de todos los “populistas” de Europa y América. Y “el Castigador” desató la mayor carnicería que ha vivido Filipinas en toda su historia. Hizo, en realidad, lo mismo que había hecho como alcalde de Dávao, pero esta vez a escala nacional. Lo dijo: “Hitler masacró a tres millones de judíos [en realidad fueron seis millones] y en Filipinas hay tres millones de drogadictos. Yo estaría feliz de masacrarlos”. Para ello le faltó la proverbial eficacia organizativa que demostraron los nazis, pero desde luego no la voluntad. Son numerosas las organizaciones humanitarias internacionales que calculan en 30.000 el número de asesinados por los sicarios de Duterte, que solo en alguna ocasión ha dicho que la “policía” solo disparaba en defensa propia y que todo eso de las matanzas eran bulos. Pero en varias ocasiones más, chulesco como ha sido siempre, ha presumido de organizar y comandar esas “operaciones” contra “los hijos de puta drogadictos”.

Sí, la seguridad ciudadana aumentó, cómo no. Siempre mejora eso en los regímenes de terror. Pero Duterte tuvo buen cuidado de sacar a Filipinas de la I, la Corte Penal Internacional, con sede en la ciudad neerlandesa de La Haya. Por si acaso. Es que había llegado a prometer que mataría a 100.000 “drogadictos” y que arrojaría sus cadáveres al mar de Manila. Y había dicho: “Según mis propias noticias, tengo una orden de detención… de la I o algo así… estos hijos de puta llevan mucho tiempo persiguiéndome. ¿Qué hice mal?”.

En 2021, anunció que no optaría a un nuevo mandato como presidente. No es que estuviese demasiado cansado o fuese excesivamente viejo (tenía 76 años), pero creía haberse asegurado el manejo impune del poder desde la sombra gracias a quienes, sin duda alguna, iban a ser sus sucesores: Ferdinand ‘Bongbong’ Marcos, el hijo del viejo dictador ya muerto, sería presidente; y su propia hija, Sara Duterte-Carpio, la vicepresidenta. No había nada que temer.

Pero se equivocó. El imprudente y sanguinario Duterte no calculó que ‘Bongbong’ y su hija podían llegar a enfadarse (ellos o los clanes a los que representaban), y que la venganza de Ferdinand Marcos Jr. podía ser tan terrible como la que preparaba. Hace muy pocos días, “el Castigador” se disponía a volver a Filipinas desde Hong Kong, a donde había acudido para “dejarse querer” por muchos partidarios que querían que volviese a presentarse a la alcaldía de Dávao. No llegó a tomar el avión. Los agentes de la Interpol lo detuvieron y lo metieron en otro aparato que lo condujo a… La Haya, donde permanece detenido en espera de juicio por crímenes contra la humanidad. Esto, que no pasa casi nunca porque los tiranos de todo el mundo tienen buen cuidado de no pisar suelo “peligroso” (véase Putin), sí pasó esta vez.

La serpiente fue atrapada. Se creía impune. Esa fue la razón.

    *     *     *

La cobra de Sámar, también conocida como cobra de las Bisayas (Naja samariensis) es una especie de serpiente de la familia de las elápidas, género Naja. Es típica de las Filipinas y es extraordinariamente venenosa.

La singularizan varias cosas. La primera es su color, que va del negro al amarillo pasando por el verde; es, como puede verse, una serpiente bastante fashion que siempre va conjuntada. La segunda es su inteligencia: lista, lo que se dice lista, no es, ¿eh? Pero eso lo suple con su tercera característica: una extraordinaria agresividad. Tiene una mala leche espeluznante este animalito.

La mayoría de las serpientes de todo el mundo cazan al acecho, con muchísima paciencia, y generalmente procuran pasar inadvertidas ante todo aquello que pase por sus inmediaciones y que sea más grande que ellas, como por ejemplo la gente. Es sabido que las serpientes solo atacan si se consideran directamente amenazadas.

Bueno, pues la cobra de Sámar no actúa así. Esta tonta del bote, o de la pluvisilva si así lo prefieren, se lanza contra todo lo que se mueve. Y lo hace con una inusitada crueldad: este bicho malvado no se limita a morder con sus colmillos para inocular su veneno, sino que escupe ese veneno, con extraordinaria puntería, a los ojos de sus víctimas, lo cual les provoca un extraordinario dolor y, como es comprensible, la destrucción de sus globos oculares. Hace esto con todo el mundo: ratones, ranas, lagartijas, traficantes de droga, periodistas y otras serpientes.

¿Cuál es el resultado? Pues que nadie la quiere. Está en peligro de extinción porque los humanos que comparten el espacio con ella han decidido, ellos sabrán por qué, que su carne o su veneno tienen propiedades medicinales. Y la cazan sin misericordia en cuanto esa estúpida amarilla se descuida. No parece que nadie la vaya a echar de menos…

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli