Obsesionado con la necesidad de conciliar las palabras razón, lógica y ciencia con las palabras Dios, fe y Corán, Averroes intentará ganar la batalla contra el persa Al-Ghazali, que cien años atrás había escrito una exaltación de la religión que terminó por imponerse. Dunia será el anzuelo entre el siglo XII y el siglo XXI. Ochocientos años después, la genio volverá para librar La Guerra de los Mundos. Una guerra de pensamientos, de filosofías, de visiones: la de Averroes y la de Al-Ghazali, la razón versus la fe.
En la era de la extrañeza, los hombres han visto morir a sus dioses, han perdido la capacidad de imaginar y conservan el gesto resabiado de extrañar viejas pesadillas
Entre la ciencia ficción, el cómic, el relato oral y el Apocalipsis, surgen personajes como Gerónimo, un modesto jardinero que terminará siendo la reencarnación de Averroes; Jimmy Kapoor, un dibujante cuyo mayor poder radica en su capacidad de transformar las cosas; la avasallante Teresa Saca, una mujer empujada por la rabia, por una vida de relaciones fallidas con hombres poderosos, mayores y casados, una vida de periferia, de prejuicios racistas y violencia machista… Todos juntos forman un ejército de descendientes –dotados de poderes sobrenaturales- que lucharán contra el oscuro Zumurrud El Grande, el opuesto de Dunia, el demonio liberado por Al-Ghazali, alguien para quien los sentimientos, como la razón y el saber humano, son una vergüenza.
Todas las guerras del mundo, las que han ocurrido y las que vendrán, están contenidas en este libro. Narrada como si fuera un texto sagrado descubierto siglos después de los hechos, Dos años, ocho meses y veintiocho noches aprovecha cada renglón para levantar una fortaleza de poesía y humor, ese afiladísimo cuchillo con el que Salman Rushdie siempre se ha acercado a la realidad no para defenderse de ella, sino para atacarla mejor y con más belleza.
"No escribí esta novela para curarme de nada", asegura. "Ocurre que no siempre las historias reales sirven para contar la verdad". Y justamente por eso, porque la realidad está llena de ruido y sólo disponemos de 15 minutos, habrá que atrincherarse en la literatura, dejar de lado al Islam, al Papa Francisco, al terrorismo y partir del hecho de que todo cuando pueda ser entrecomillable en Rushdie ya está contado en Dos años, ocho meses y veintiocho noches. El asunto radica en la capacidad de leer entre líneas, pero también por encima de ellas.
Todo cuando pueda ser entrecomillable en Rushdie ya está contado en Dos años, ocho meses y veintiocho noches. El asunto radica en la capacidad de leer entre líneas, pero también por encima de ellas.
-Su novela echa mano de tres de las raíces literarias por excelencia: la guerra, el amor y la fantasía. ¿El realismo, demasiado reciente según usted, nos ha hecho olvidar la potencia de la fantasía?
-Madame Bovary no es real. No importa cuán realista nos parezca, es producto de una invención. La ficción es autónoma y sigue sus propias normas. En ese mundo, en el que ella nos permite construir, todo encaja en su propia lógica. Lo que ocurre con lo fantástico es muy anterior. Siempre hemos hecho esto, claro que en algunos casos con fines morales, las fábulas de Esopo, por ejemplo, que buscan decirte cómo comportarte. Lo que es interesante es que, en el caso de los relatos de fantasía, encarnan una especie de sabiduría colectiva.
-Hay un juego de espejos entre Averroes y Scherezade. Permanece como acertijo y evocación de Las mil y una noches: la literatura como necesidad, la de quien narra para conservar la vida, ya sea una metáfora o no.
-Cualquier persona que se dedique a crear se le va la vida en ello, incluso no siendo literal, que sí es el caso de Sherezade. Escribir cada palabra como si tu vida dependiera de ello es una buena forma de ver la escritura. Esa es una de las razones por las cuales Sherezade es tan potente como personaje. Ella no sólo cuenta historias para salvar su vida sino para civilizar al violento, al rey bárbaro con el que se ha casado. Para el tiempo en el que ella acaba, lo ha convertido en algo más aceptablemente humano. Yo sigo pensando que hay algo tan extraño en Scherezade, porque al final terminamos por creer que ella es feliz con él. En el transcurso tienen hijos y puedo ver claramente por qué él se enamora de ella: porque es extraordinaria. Lo que no tengo nada claro es por qué ella se enamora de él –Rushdie ríe-. El libro no nos informa sobre eso.
"Escribir cada palabra como si tu vida dependiera de ello es una buena forma de ver la escritura. Esa es una de las razones por las cuales Sherezade es tan potente como personaje"
-En esta era de la extrañeza desde la que usted narra, los hombres han perdido la capacidad de imaginar y se descubren extrañando viejas pesadillas. Espanta la similitud con el presente.
-Los seres humanos tenemos un lado oscuro. De ahí que sea tan importante la figura de Goya y que por esa razón un grabado suyo abra el libro. La razón, acompañada de la imaginación crea prodigios. Cuando las separas es cuando aparecen los monstruos. No es sólo una oposición entre la razón y la imaginación, es la necesidad de mantenerlas juntas. Sólo la razón sin imaginación también crea sus monstruos. Lo que planteo en el libro es una especie de final no tan feliz, y no está mal, porque lo que propongo es que en el futuro, quizá, este mundo racional que soñamos tenga sus propios vacíos, pero eso lo desarrollaré en otro libro.
-Doce novelas, doce. Y sin embargo, hay algo que conecta este libro con Los hijos de la medianoche. Es cierto que las separan más de 30 años, pero… ¿es posible que exista tal conexión?
-Quizá. Lo más obvio que podría unirlas es el grupo de chicos con poderes supernaturales. Pero no va por ahí. Creo entender a qué se refiere. Cuando escribí Los hijos de la media noche nadie sabía quién era. Había publicado sólo un libro que nadie había leído. Cuando terminé esa novela, sabía que había escrito algo distinto y original, pero tenía la sensación de que no tendría éxito, era una ambivalencia que se parece mucho a la que tuve con este libro. Sé que es original, sé que es extraño, pero no sé cómo va a reaccionar la gente con él. No me sentía así desde Los hijos de la media noche, quizá porque ambos empujaban las fronteras.
"Sé que es original, sé que es extraño, pero no sé cómo va a reaccionar la gente con este libro. No me sentía así desde Los hijos de la media noche"
-Las mujeres de este libro son avasallantes. Está Dunia, pero hay una más, que es increíble… Teresa, esta mujer empujada por la rabia, el maltrato… ¿De dónde salió esa joya?
-Ella me tomó por sorpresa. Sabía que ella iba a ser un personaje movido por la rabia tratando de ascender en la escala social. Nunca pensé que iba a desembocar en un ser tan violento.
-En todas sus historias las mujeres suelen ser potentísimas. Y tanto ella como Dunia son motores increíbles. ¿De dónde sale ese influjo?
-Sí, la mayoría de las mujeres de mis libros son personajes fuertes. En mi familia siempre ha habido más mujeres que hombres, incuso en la familia amplia, y todas son mujeres muy fuertes. No encajan con el cliché de la mujer en la India. No, ellas son profesionales, de carácter fuerte, figuras femeninas muy potentes. Yo crecí en ese mundo, que se refleja en mis libros.
Los quince minutos concedidos ardieron mucho más rápido que cualquier papel. Y sin embargo, valieron la pena. En la sala casi vacía queda apenas un periodista, el broche de oro de una mañana larguísima. Hay vasos con agua a medio beber y el rostro de un hombre que ya no luce tan joven como cuando su segunda novela, Los hijos de la medianoche, no sólo recibió el Premio Booker sino que fue nombrada la mejor obra en la historia del prestigioso galardón literario. Y sin embargo, el uno a uno de este hombre a quien la crítica compara con el Swift de Los viajes de Gulliver o el Voltaire del Cándido, no puede ser más sencillo, acaso menos pretencioso.
Para ocupar un lugar en el altar de la literatura universal, Rushdie tiene el aspecto saludable de quienes no se consideran a sí mismos ni reliquias ni santos laicos. Tampoco se erige como paladín de nada, aun pudiendo hacerlo -tiene motivos, de sobra-, lo cual no quiere decir que no acometa un compromiso a favor de la libertad de expresión -su labor frente al PEN así lo confirma-. Pero Rushdie no atiza a nadie con certezas. A él le basta, como a Scherezade, con dejarse la vida en cada relato.