Cuando en febrero de 2018 Benedicto XVI anunció públicamente que renunciaba al papado nadie supo muy bien cómo reaccionar. Aquello era algo completamente imprevisto e inédito en mucho tiempo. La última vez que sucedió algo así fue en 1415, cuando Gregorio XII renunció tras el Concilio de Constanza para resolver el cisma de Occidente. Le sucedió Martín V, que reunificó la iglesia latina y reinó con tranquilidad y ya definitivamente desde Roma durante casi 15 años. Pero lo de Gregorio XII fue algo acordado en una situación un tanto particular. A principios del siglo XV llegó a haber tres Papas y era una cuestión existencial la que se despachaba en aquel concilio. Muy distinta fue la espantada de Ratzinger que, de un día para otro, dejó una patata caliente en manos del colegio cardenalicio. El cónclave se reunió y de él salió en apenas unas horas el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, convertido en Papa.
Al papado no se llega por casualidad ni lo hacen desconocidos. Bergoglio ya había salido en las quinielas tras la muerte de Juan Pablo II y era uno de los favoritos de eso que dan en llamar el ala progresista de la Iglesia. En muchos aspectos era un papa pionero. El primero proveniente del continente americano, el primero que pertenecía a la Compañía de Jesús, y el primero en adoptar el nombre de Francisco. Eso provocó cierta sorpresa en su momento porque ha habido tantos Papas desde el apóstol Pedro (un total de 266), que acostumbrábamos a colocar un ordinal detrás de nombre. Juanes ha habido 23, 16 Gregorios y Benedictos, 14 Clementes, 13 Inocencios y Leones, 12 Píos, 9 Estébanes, 8 Urbanos y 7 Alejandros. Bergoglio escogió Francisco porque quería homenajear a San Francisco, el “poverello” de Asís, fundador de la orden que lleva su nombre, el hijo de un rico mercader que pasó de la opulencia a vivir en la pobreza más absoluta por voluntad propia.
Desde el principio el Papa Francisco quiso dejar claro que, en la mejor tradición cristiana, su principal preocupación eran los pobres. Desde sus primeras manifestaciones públicas insistía en que quería un clero de "pastores con olor a oveja", es decir, de sacerdotes, monjas y obispos que compartieran el sufrimiento de los más menesterosos. Ese Francisco fue objeto de infinidad de alabanzas. Tras un pontificado, el de Benedicto XVI, centrado en cuestiones doctrinales, Francisco volvía sus ojos al mundo. Tenía, además, un estilo llano y directo. Se movía en un utilitario de la marca Ford, dispensaba un trato cercano y espontáneo. Era un incesante generador de titulares y trataba de hacer ver que él no vivía como un millonario, sino de un modo modesto en un pequeño apartamento del hospicio vaticano, lo suficientemente lejos del palacio apostólico como para que, en las primeras crónicas periodísticas, los corresponsables se deshiciesen en halagos por su sencillez.
Algunos países como España (o su natal Argentina) ni siquiera los visitó. El caso de España es especialmente doloroso porque está muy cerca de Roma y la tradición católica del país es de las más afianzadas del mundo. Estaba convencido de que el tercer mundo es pobre porque Europa o Norteamérica son ricas
Pero Francisco, que tanto gustó a la izquierda occidental desde el momento mismo en el que salió a saludar en el balcón nada más ser elegido, tenía un componente ideológico muy acusado. Decía hablar en nombre de los pobres y exigía a los Gobiernos del mundo que hiciesen todo lo que estuviera en sus manos para resolver ese problema, pero él personalmente apostaba por soluciones que perpetúan la pobreza. Formado ideológicamente en el peronismo de la posguerra, creía firmemente en supercherías económicas como el socialismo o el ecologismo radical. En la primera de sus encíclicas, Laudato Si', publicada en 2015, pedía a los Gobiernos del mundo que redujesen las emisiones de carbono para combatir el cambio climático. Enumeraba algunos hábitos de consumo que él consideraba nocivos como el aire acondicionado, al que acusaba de derrochar energía. Parecía no darse cuenta de que para escapar de la pobreza hay que consumir más energía, no menos. La pobreza es, antes que cualquier otra cosa, el limitado a energía.
Otra de las obsesiones con las que vivió fue un acendrado antioccidentalismo. Ignoró a Europa y a Estados Unidos. Algunos países como España (o su natal Argentina) ni siquiera los visitó. El caso de España es especialmente doloroso porque está muy cerca de Roma y la tradición católica del país es de las más afianzadas del mundo. Estaba convencido de que el tercer mundo es pobre porque Europa o Norteamérica son ricas. Esa idea, muy arraigada en la izquierda de los años 60 y 70, es errónea. La razón por la que ciertas partes del mundo languidecen en el subdesarrollo no es que Europa sea rica, sino la falta de libertad económica y de Estado de derecho, la corrupción rampante y las decisiones arbitrarias de sus gobernantes.
Incapaz de plantarse ante los déspotas
Esa hostilidad a la sociedad abierta y los mercados libres le venía de su juventud peronista combinada con las corrientes de renovación, algunas de ellas disparatadas como la teología de la liberación, que siguieron al concilio Vaticano II. Nunca consiguió superar esas creencias que estaban bien ancladas en su conciencia. En sus doce años de pontificado fue incapaz de plantarse frente a déspotas como Nicolás Maduro o Daniel Ortega mientras se mostraba implacable con los Gobiernos europeos o el de Estados Unidos.
El sector “progresista” del Colegio no ha hecho más que crecer mientras que las filas de los cardenales tradicionalistas menguaban. Los arzobispos de ciudades como París, Viena o Milán, sedes milenarias con millones de católicos, no son sedes cardenalicias
No es extraño, por lo tanto, que se pusiese de perfil con la invasión de Ucrania o que contemporizase con el régimen de Xi Jinping dando al partido comunista chino una inexplicable influencia en la elección de obispos. Junto a eso tampoco supone noticia alguna descubrir que dos tercios del Colegio cardenalicio los haya nombrado él priorizando la agenda ideológica y el origen geográfico. El sector “progresista” del Colegio no ha hecho más que crecer mientras que las filas de los cardenales tradicionalistas menguaban. Los arzobispos de ciudades como París, Viena o Milán, sedes milenarias con millones de católicos, no son cardenales mientras que comunidades católicas diminutas como la de Ulán Bator, en Mongolia, Argel o Teherán, tienen obispos que participarán en el cónclave en su condición de cardenales, todos nombrados por Francisco.
Lo irónico de todo esto es que es el “progresismo” en la Iglesia es mucho más popular entre los obispos europeos, especialmente los alemanes, y mucho menos en Hispanoamérica o África. En Europa, como bien sabemos, los templos están semivacíos, nada que ver con la iglesia católica en África. Francisco quiso dar un nuevo aire a una institución milenaria y lo único que ha conseguido es dividirla, algo, por lo demás, muy en sintonía con lo que sucede hoy en todo el mundo libre. Los cardenales que elegirán al sucesor del Papa decidirán el futuro que desean para la Iglesia y los más de 1.200 millones de católicos que hay en todo el mundo.
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