España

José Bretón y la mirada de la rata negra

Los expertos descubrieron, para su propio asombro, que José Bretón Gómez no estaba loco: era simplemente un monstruo


José Bretón Gómez nació en Córdoba el 21 de julio de 1972. Es el segundo de los tres hijos que tuvieron B. Bretón, ya fallecido, y su esposa A. Gómez; en esta ocasión preferimos no anotar el nombre completo de los padres, que ya tuvieron bastante. Una familia corriente, de clase media, que vivió siempre en el popular barrio comercial de La Viñuela.

José fue un niño extraño. Era más bien canijo, algo cabezón y con una desagradable y chillona voz de pito. Se hizo pis en la cama hasta los once años; quizá por eso su padre le trataba con severidad, e incluso algunos correazos llegaron a caerle, según la extendida costumbre de entonces. Todo eso -lo del pis y lo de la correa- le humillaba extraordinariamente, mucho más que al resto de los niños. Para compensar, tenía fama de mandón y de revoltoso; un carácter fuerte, pues, pero acojonadizo y con bastante resentimiento. Y con no pocas manías. Todo esto puede ser el resultado de un cociente intelectual claramente superior a la media. Era, pues, muy listo, aunque no le tomó afición a los estudios. Era inocultablemente vago y sin duda algo más reservado que los demás. Pero todo esto corresponde al perfil de decenas de miles de niños y no permite aventurar nada sobre lo que pasó después. Las personas cambian. Y no siempre a mejor.

Estudió en el colegio religioso de Los Trinitarios. Nadie se fijó en él. Luego se matriculó en Derecho, pero sin mucha intención de tomarse en serio la carrera; lo que quería era encadenar prórrogas para librarse del servicio militar, la detestada “mili”, que entonces estaba viviendo sus últimos años. Sus amigos y compañeros le pusieron el mote de Cebollo, lo cual quiere decir que mucha estima no le tenían y que muy en serio tampoco se lo tomaban. Las chicas no se le daban demasiado bien; a los 14 años conoció a una mocita de la que se medio enamoriscó, pero el día que se decidió a besarla no pudo hacerlo: tenía un flemón. Lo que sí se le daba bien era conducir. Y le gustaban las novelas de terror y misterio: tenía devoción por Stephen King y en su mesita de noche guardaba un ejemplar de El resplandor, la novela en la que un padre enloquecido intenta matar a su hijo pequeño. Su actor favorito era, como quizá no podía ser de otro modo, Jack Nicholson. Así pues, seguimos sin encontrar nada que no pueda hallarse en miles y miles de adolescentes más o menos listos.

Daba bandazos. El chaval que urdió un plan para librarse de la mili decidió, a los 18 años, alistarse “voluntario especial” en el Ejército. Estamos en 1994. El cuartel de Cerro Muriano, donde lo destinaron, estaba cerca de casa. Y Cebollo Bretón tuvo un sueldo fijo por primera vez en su vida.

Con lo que no contaba era con que lo enviasen a Bosnia, encuadrado en la Agrupación Táctica española (SPAGT) “Córdoba”. No debió de disfrutar demasiado allí. Su leyenda personal, sin la menor duda atizada por él mismo (es muy, muy bueno en eso), dice que en aquellos meses tuvo “malas experiencias”. Habría que saber en qué exactamente, porque su hoja de servicios está intacta: no registra el más mínimo incidente y Bretón, en Bosnia, no debió de tocar más armas que los cubiertos del comedor: se pasó el servicio conduciendo. Volvió pronto a Córdoba. Cuando concluyó su contrato militar, en 1997 (la mili no desapareció hasta cuatro años más tarde), decidió no renovarlo y, gracias a sus múltiples carnés y a sus habilidades como chófer, encontró trabajo (no siempre) como conductor de ambulancias.

Una novieta que le abandona por otro muchacho sume a Bretón en una profunda humillación. Intenta suicidarse de una forma un tanto melodramática: en la finca familiar de Las Quemadillas se mete en su coche, se toma 80 pastillas de algo y deja abiertas dos bombonas de camping gas. Como seguramente él esperaba, su padre llega a tiempo de parar aquel “intento”… de llamar la atención, más que de otra cosa. No sucede nada más.

Y entonces apareció Ruth Ortiz. Una muchacha agradable que estudiaba Veterinaria. Seguramente fue en ese momento cuando Bretón comenzó a convertirse en otra persona. Es algo muy semejante a lo que les sucede a las polillas, que pasan por diversas formas: huevo, oruga, pupa y animal adulto. José Bretón ya tenía alguien a quien dominar y empezó a estudiar la manera de hacerlo. Se fue volviendo, poco a poco, extraordinariamente celoso y posesivo. Sus manías se acentuaron. La limpieza, por ejemplo: Bretón no viajaba en autobús por no tocar la barra de metal que otros habían tocado antes, no se sentaba jamás en un banco del parque sin poner un paño que siempre llevaba consigo; cosas así. A pesar de todo, consiguió que Ruth se casase con él, seguramente hipnotizada por aquellos ojos negros como carbones que daban a veces pena, a veces miedo, y que nunca dejaban ver lo que el enigmático Cebollo estaba pensando.

A partir de la boda todo empeora. Bretón, profundamente inseguro de sí mismo, se obsesiona con que su esposa tiene un amante. Le advierte de que no quiere tener hijos, a pesar de lo cual llegan dos: primero Ruth y luego José. Bretón se enfada mucho, sobre todo, con el pequeño, y no consigue fingir que los quiere. Le molesta todo de ellos: que tosan, que lloren, que tengan mocos, que hagan ruido al comer (eso es algo que le desquicia). Los niños le temen, sobre todo Ruth, quien, con seis años, llega a decirle a su pediatra: “Si papito se muere, mejor”. La otra Ruth, la madre, está hasta la coronilla de aquel desconocido -porque es un desconocido- que la vigila como un obseso, que no le deja hacer nada y que cada día que pasa se parece más a Jack Nicholson en El resplandor. Y aquella mirada negra que nunca se sabe qué esconde.

Ruth se lo piensa y, el 15 de septiembre de 2011, logra vencer el miedo y decide pedir el divorcio. Bretón no se vuelve loco, al menos no de ojos afuera, ni monta ningún número operístico. Pero se toma aquello como un acto de insubordinación que no está dispuesto a consentir. En sus papeles personales empieza a tomar notas apresuradas, a veces casi monosilábicas: “Mientras yo no trabaje [porque en ese momento está en paro] le tengo que pagar. Custodia para mí. Grabadora digital. Custodia total madre. No tienes derecho. Coche mío. Ajuar. Inventario. Bloquear cuenta”… Y en mayúsculas: “RUTH NO EXISTE”.

Lo que sigue es un extracto del informe policial, son hechos probados. Primero escribe una carta a su mujer, Ruth, llena de convencionales promesas de amor y paz y felicidad si le concede una segunda oportunidad. Mientras escribía eso, José Bretón ya estaba comprando bidones de gasoil (hasta 250 litros) y almacenándolos en la finca familiar de Las Quemadillas. También ha ido al psiquiatra: le convence de que no puede dormir y logra que le dé recetas de tranquilizantes. Muchos tranquilizantes, que compra en la farmacia.

El 8 de octubre de 2011, José Bretón recogió a sus hijos en Huelva (donde vivía la madre) para pasar, según lo acordado, el fin de semana con ellos. Condujo hasta la finca de Las Quemadillas. Obligó a los críos a tragarse ingentes cantidades de Orfidal y Motivan. No hay forma de saber si los niños estaban vivos o muertos cuando los introdujo en una hoguera encajonada entre chapas y ladrillos, los empapó de gasoil y les prendió fuego (había almacenado también grandes cantidades de leña de olivo, que recogió durante varios días) hasta que los cuerpecillos desaparecieron… o eso creía él. La niña tenía seis años y el pequeño José, dos. Después volvió a subirse al coche, por supuesto solo como se comprobó por las cámaras de tráfico; condujo hasta el parque Cruz Conde, en la ciudad de Córdoba, al que entró tan tranquilo. Se sentó, esperó un rato y luego llamó por teléfono a la Policía para explicarles, con su voz aflautada y gimoteante, que había perdido a sus hijos, que no los encontraba, que quizá los hubiesen secuestrado. Estaba nervioso. Acabó por decir que, antes de llevarlos al parque, pasaron un rato por la finca de las Quemadillas. La Policía lo llevó hasta allí y se encontraron con la hoguera (un verdadero horno crematorio que llegó a alcanzar los 1.200 grados) todavía humeante. Los expertos rebuscaron y hallaron diminutos restos de huesos.

Y entonces se produjo un auténtico golpe de suerte para Bretón. Una forense de larga trayectoria, llegada de Madrid y seguramente incapaz de creer lo que otros ya sospechaban, declaró que aquellos huesecillos eran de animales, seguramente ratones. Bretón se apresuró a decir que sí, que eran de “bichos” que su mujer usaba para sus prácticas veterinarias. Pero no pasó demasiado tiempo hasta que un análisis más minucioso comprobó que eran huesos humanos y que correspondían a dos niños pequeños. Es en ese momento cuando Bretón se sabe perdido. Pero no lo aparenta, no mueve un músculo. Hay que deducir que eso era algo que tenía previsto.

El juicio fue espeluznante. Como Bretón diría después, aunque en privado, “yo sabía que si no había cuerpos no me podían acusar de nada”. Sesión tras sesión, aquel tipo de mirada negra e inescrutable se empeñaba en hablar de sus hijos en tiempo presente, como si estuviesen vivos; acusaba a la Policía de estar perdiendo el tiempo interrogándole a él en vez de buscar a los críos, “seguramente fuera de España”, y muchas veces ni se molestaba en fingir dolor, angustia o lágrimas: su rostro era un ejemplo de inexpresividad. Los expertos descubrieron, para su propio asombro, que José Bretón Gómez no estaba loco, no padecía ninguna patología psiquiátrica, no le pasaba nada. Aquel gélido Cebollo era simplemente un monstruo. Un pozo de maldad reconcentrada que había urdido la venganza más espantosa que pueda caber en cabeza humana contra su mujer, que había cometido la imperdonable villanía de abandonarle. También ella. Como todas las anteriores.

Fue condenado por un jurado popular a 40 años de prisión. Pasó por varias cárceles: Alcolea (Córdoba), Villena (Alicante) y finalmente Herrera de La Mancha, en Ciudad Real. Se le aplicaron los protocolos de prevención de suicidio, que a veces se usan también para impedir que otros presos intenten acabar con él, cosa que sucedió… sin éxito. Ahora ocupa una celda en la enfermería del penal ciudadrealeño. Ha fingido, para llamar la atención, varias huelgas de hambre… durante las cuales ganaba peso, porque se inflaba a galletas cuando creía que nadie le observaba. Durante años ha dicho que temía que le envenenasen y solo se alimentaba de lo que él mismo compraba en el economato. Luego se ha ido calmando y ya tiene el segundo grado penitenciario, el mayoritario en las prisiones españolas, que es cerrado pero que no requiere medidas de máxima seguridad. Parece ser que ha trabajo cierta relación y se ha “confesado” con especímenes humanos de catadura parecida a la suya, como Miguel Carcaño (el asesino de Marta del Castillo) o Tony King, el verdugo de Sonia Carabantes y Rocío Wanninkhof. También con los matarifes de Olga Sangrador y Mariluz Cortés. Se asegura que a ellos sí les ha contado, presuntuoso como por fin puede ser entre sus iguales, lo que hizo. Pero a nadie más.

José Bretón conserva intacto el espeluznante odio por su exmujer, Ruth Ortiz. Por eso, cuando el escritor Luisgé Martín le propuso hablar con él para escribir un libro en el que contase su caso, dijo que sí, alborozado. Era su forma de salir del anonimato, de la niebla cada vez más espesa que envuelve a todos en un presidio hasta que se los come el olvido; y, sobre todo, era la manera de volver a hacerle vivir a Ruth, una vez más, todo aquel espanto. El libro está escrito, impreso y encuadernado. Pero la editorial Anagrama ha decidido no distribuirlo, precisamente para evitar lo único que a Cebollo Bretón puede hacerle feliz: el escándalo, la publicidad, el protagonismo.

José Bretón, con sus ojos negros y brillantes como los de las ratas, saldrá de la cárcel en 2036. Si para entonces sigue vivo, tendrá alrededor de 64 años.

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La rata negra (rattus rattus) no se merece, si lo pensamos bien, la comparación con el personaje de esta semana. Es, de toda la extensa familia de las ratas, la especie más conocida, junto con la rata gris. Procede de Asia tropical, pero hace ya 1.200 años que colonizó toda Europa, y luego toda Norteamérica y las costas de América del Sur. ¿Cómo? Viajando en los barcos, porque está acostumbrada a los seres humanos.

Es verdad que está en la lista de las cien especies invasoras más dañinas del mundo. También es verdad que, durante siglos, se la hizo responsable de la terrible peste bubónica, que ha azotado Europa varias veces: desde el siglo VI (peste de Justiniano: 50 millones de muertos) hasta la peste negra del siglo XIV, que acabó con la tercera parte de la población europea. Pero la rata negra no tuvo, en realidad, la culpa; las responsables fueron las pulgas. La rata hacía lo único que sabe hacer: reproducirse a una velocidad de escalofrío, viajar, comer lo que pillaba y adaptarse a los diferentes medios y épocas. Y sobrevivir al odio supersticioso de generaciones enteras de humanos, eso sin duda.

Entonces, ¿por qué relacionar, siquiera sea metafóricamente, a José Bretón con la rata negra?

Es fácil. Mírenla ustedes a los ojos. Tan solo mírenla a los ojos y traten de espantar la idea de que en esa mirada anida el Mal. Si es que pueden. Un bicho con esos ojos no puede ser buena gente, es imposible…

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